¿Vivimos en la verdad que desearíamos vivir?

K321. Pro orantibus 2019

 

Este mundo, ruidoso por demás, nos agobia y nos impide pensar. Nos vende la idea, de mil formas diferentes, de actividad, de movimiento, de logro inmediato, de superficialidad. ¿Habéis visto alguna vez esas lanchas motoras que surcan el mar a toda velocidad, y cómo van flotando sobre las olas, como si volasen sobre ellas? Esa es la vida a la que nos llaman a bocinazos, anuncios y propuestas de satisfacción… que nunca satisfacen por completo.

En muchas vidas falta profundidad. Falta serenidad y pausa para pensar, para entrar a reflexionar si lo que vivimos es lo que realmente deseamos vivir. Volviendo al mar, ¿os habéis fijado que es suficiente una suave brisa para rizar la superficie del mar, que con un viento un poco más bravío se forman olas altas, espumantes… amenazadoras? Así son nuestros criterios cuando vivimos flotando en la superficie de la existencia: en cuanto nos vemos confrontados con situaciones no esperadas nos alteramos perdiendo el Norte de nuestros criterios. Nos faltan criterios serios y objetivos, cimientos arraigados que soporten toda tempestad.

Porque, ¿nos hemos parado a pensar alguna vez que, quizás, lo que más esté necesitando el mundo de hoy, las personas y nuestro entorno, sea mantener una relación con Dios? Una relación con un Dios que nos llene de transcendencia, que nos haga sentirnos hijos, al que escuchemos y podamos llamar Padre. Nuestra sociedad está cansada de formas vacías, de proclamas insensatas que van contra el ser humano y su dignidad, de una religiosidad de culto y formas, pero no de vida. Nuestra sociedad está sedienta de transcendencia, de una religiosidad que dignifique al hombre, sea cual sea su raza, sexo, condición y cultura.

El ser humano vive muriendo una vida vacía, sin vivir. Vive soñando falsas utopías, sin ser. Vive amorfo en una mediocridad de indiferencia, sin tener consciencia de su propio valor. Vive, incluso, creyéndose el centro del universo, pero sin poder doblegar lo que le daña, le hace sufrir y le hace morir. Esta sociedad está vacía de vida, de vida verdadera; del auténtico sentido de vivir.

Cierto que muchas personas se esfuerzan y trabajan con ahínco por los demás; y es loable su actitud. Pero, siendo muchas, son muy pocas; porcentualmente son pocas, muy pocas … la inmensa mayoría se muestra pasiva ante las necesidades de los demás, más allá de su familia; a estos nos referimos cuando hablamos de las masas vacías de vida.

E, incluso, en esa multitud de personas que laboran en pro de los demás, ¿cuán frecuente es la presencia de Dios en su hacer, en su vivir; de un Dios específico, explícito y presente? Al final, quienes viven ayudando a los demás, teniendo a Dios presente, son muy, muy pocos; menos aún si nos referimos al Dios de Jesucristo.

Este es el drama de nuestra sociedad. Estamos inmersos en una sociedad superficial, hedonista y arreligiosa, por no decir, opuesta a la religión. Estamos en una sociedad que ha marginado a Dios, que lo quiere meter en las cloacas, que lo quiere sacar del pensamiento humano. Una sociedad que ni es armónica, ni justa. Una sociedad que no vela por la dignidad del hombre por el hombre, que se consume de espaldas a Dios. Una sociedad donde prima el interés del que tiene capacidad de poder, que busca el poder para mandar, no para servir. Una sociedad egoísta y ególatra, donde todo vale si es “para mi bien”.

No nos dejemos arrastrar por este estado de cosas. No vivamos vacíos de contenido, ni buscando la satisfacción personal. No nos tengamos como centro de nuestra vida, seamos servidores con nuestra vida a los demás, en oblación a Dios. Porque Dios ha de ser el centro de nuestro vivir, de nuestro pensar, de nuestro hacer… de nuestro ser humano, que Dios nos entregó para servirle.

Recuperemos la armonía de nuestro ser para que nos sintamos plenos, a pesar de nuestras limitaciones, porque vivimos confiados en Su gracia. Hagamos de nuestra vida: escucha, de nuestro hacer: servicio, de nuestro silencio: amor, de nuestras dificultades: adoración. Hagamos que todo nuestro ser esté siempre, en todo lugar y ocasión, vuelto hacia el Señor, nuestro Dios y Padre.

Hagamos de la oración a Dios y de la contemplación en su presencia fundamento vital de nuestro hacer. De esta manera seremos uno en nosotros, una unicidad que nos llenará de serenidad y armonía, de plenitud. De esta manera seremos una gota de vida verdadera en nuestro mundo y testigos del Padre ante sus hijos.

Hoy domingo 16 de junio, solemnidad de la Santísima Trinidad, se celebra la Jornada Pro Orantibus. Una jornada dedicada especialmente por la Iglesia a reconocer y orar por esas personas de vida contemplativa que comprendieron que el Señor debía reinar en sus corazones… y decidieron hacer realidad su certeza. Un reconocimiento especial a quienes viven apartados del mundo, pero orando por él y preocupados por él. Que, desde la clausura recoleta de sus monasterios, viven abiertos al mundo, acogiéndonos “como si fuésemos cristos”. Hoy es un día de reconocimiento al testimonio de vida y verdad que nos ofrecen, a la invitación que nos hacen a seguir esta forma de vida allí donde estemos y hagamos lo que hagamos, independientemente de nuestro estado o condición; sencillamente porque somos hijos del Padre.

(Agustín Bulet, Abandonos)

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