Tres Padrenuestros

¿Qué es orar?, ¿cómo podemos orar?, ¿cuáles son los contenidos básicos que debe tener toda oración? Son preguntas que sobrevuelan todo pensamiento cristiano, que nos hacemos muchas veces. Las causas por las que nos hacemos estas preguntas pueden ser muy variadas, pero hay dos motivos fundamentales: o porque sabemos que nuestras oraciones no las hacemos bien, sean cuales sean las causas de ello, o porque queremos hacerlas mejor, entendiendo que se desea entrar en mejor y mayor contacto con Dios.

Empezaré diciendo que no soy experto en mística. Tan soy un cristiano más, como tantos otros, con una formación teológica superficial, pero con una experiencia vivencial importante, surgida tanto por las épocas de mi cercanía a Dios, como por esas otras épocas en que vivía un tanto alejado de Dios. Recoger lo que os cuento con la cautela con la que se debe recibir toda información sobre nuestra relación con Dios; y dejar que las mociones de su Espíritu fluyan en vosotros.

Conformamos nuestras oraciones según vemos a Dios. Si lo vemos como un dueño exigente y justiciero, quizás surjan oraciones desde el miedo a la condenación, pidiéndole que no aplique en nosotros su justicia condenatoria. Si lo vemos como un ser lejano a nosotros, como indiferente del mundo, nuestra oración será posiblemente fría y nemotécnica, llena de frases preconcebidas e impersonales. Si, en su lejanía, lo contemplamos como un ser justo, pero misericordioso, nuestras oraciones serán posiblemente suplicando clemencia y perdón. Si, por el contrario, vemos a Dios como un ser próximo interesado por nosotros, nuestras oraciones serán más suaves, más interpelativas, más dialogantes. En todos estos tipos de oración, y en otros muchos que se podrían mencionar, lo que nos mueve a orar es la justicia, el temor de que Dios aplique sobre nosotros su justicia divina. Creemos en Dios, pero tememos su hacer; su condena. Por esto, estas formas de oración son imperfectas; no malas, pero sí imperfectas, por cuanto que surgen de una relación hombre-Dios basada en la justicia tal y como la entendemos los seres humanos; porque concebimos un Dios antropomórfico, como un humano más, este es el error…

Porque Dios no es humano, no es como nosotros. Dios es Dios, y actúa como Dios. Y aquí nos vemos provocados a enfrentarnos con el gran misterio que es Dios. Mas, si no conocemos a Dios, al Dios verdadero de Jesucristo, ¿cómo orar, qué decir, qué hacer, si no sabemos cómo es? Cierto que no conocemos a Dios, que nunca sabremos cómo es, que nadie sabrá cómo es hasta que no lleguemos a su presencia. Pero esto no significa que no sepamos lo que piensa, lo que cree, lo que nos pide; en resumen, lo que desea de nosotros. Y, por supuesto, la respuesta que espera de nosotros. ¡Bien claro está en los Evangelios! En el sermón de la montaña de san Mateo, por ejemplo. Ahí está como tenemos que orar y cómo entender a ese ser, al que llamamos Dios, y con quien pretendemos establecer una relación salvadora.

Aquí, en esta palabra, salvación, se fundamenta unos de los ejes vertebrales que debe contener toda oración: la esperanza de salvación; nunca el temor de la condenación. «No he venido a juzgar al mundo, sino a salvar al mundo.» (Jn 12,47; cf. Jn 3,17), está escrito.

Existe otra forma de oración que no he mencionado, la de contemplar a Dios como Padre, como un Dios inmanente, por su Espíritu en nosotros, a través de su Hijo, Jesucristo. Orar aproximándonos para ver a Dios como Padre, precisa de otro apoyo fundamental: el amor. Se precisa tanto la percepción del amor recibido del Padre, como nuestro deseo de devolverle a Dios, a través de nuestra vida, el amor que hemos recibido de Él.

Cuando nos planteamos hacer oración desde la presencia amorosa y misericordiosa del Padre, todo perdón, y nuestro ser se pone a su servicio, no importa lo que se diga, ni como se diga, ni tan siquiera si se dice o no palabra alguna, porque estaremos en comunión con Él, con Dios. Estaremos en una relación paternofilial donde Dios es Dios y nosotros nos sabemos creaturas suyas, históricas y perecederas y, por ello, nos sabemos pecado. A Dios no le importa que seamos pecado, así nos creó. Le importa que transformemos el amor divino que nos entrega, en amor humano que entregamos a los demás. Quien así actúa, quien así ve a Dios, no debe temer, ya está salvado, porque hace la voluntad del Padre y le adora, con su vida, como Dios creador y salvador.

Mas, esta intimidad con Dios, no es fácil ni frecuente alcanzarla. Nuestra humana pobreza, las tensiones del mundo, la necesidad de cubrir nuestra desnudez inmediata, hace que nos acerquemos a orar con la mochila cargada de problemas, prejuicios y perjuicios que dobla nuestra nobleza espiritual haciendo surgir una exclamación anhelante suplicando ayuda. Vemos nuestros problemas como cargas pesadas y destructivas cuando, quizás, debiéramos verlas y acogerlas como dificultades que nos permitan construirnos como personas mejores, llevados de la mano del Señor.

La oración, la mejor oración, es aquella que se aborda como creatura que se acoge al Creador, su Padre, y habla con Él en confiado abandono. Entonces se asumirá lo que se es y no se pedirá nada para uno mismo, pues se sabe amado y protegido del Padre; y confiado en su hacer, aunque no lo comprenda aún.

Estas oraciones raramente duran muchos minutos, ¡afortunado quien lo consiga! A veces duran tan solo unos minutos o, acaso, unos pocos segundos, los justos para musitar un Padrenuestro concentrados en lo que decimos. Con eso basta, con Dios no hay que hablar mucho, pero hay que hablar bien. A veces basta con musitar un: «Señor mío, y Dios mío.» como santo Tomás, al ver las llagas de Cristo resucitado, para entrar en comunión con Dios.

El Padrenuestro, compendio y síntesis de nuestra relación con Dios, conviene que esté presente en nuestras oraciones. Pues, a través de las siete peticiones que contiene, le reconocemos como Dios y como Padre celestial, le ofrecemos nuestra adoración, nos sometemos a su voluntad, le pedimos ayuda y protección para vivir con Él y para no sucumbir ante propuestas inaceptables.

En el día cristiano hay tres momentos cumbre en los que musitamos el Padrenuestro. La primera vez es en el rezo de Laudes, cuando, renacidos en Cristo, ofrecemos nuestra vida y nuestro hacer del día al Señor. La segunda en la Misa, cuando, reconocida su presencia real en el altar, estamos dispuestos a asumir su divina unicidad creadora. La tercera es en el rezo de Vísperas, cuando, casi vencido el día, ponemos a los pies del Señor nuestras fatigas y nuestro trabajo realizado, pidiéndole perdón por la pobreza de nuestro hacer que le presentamos, y solicitando su ayuda, para mejor y más hacer el día de mañana.

Son los tres momentos cumbre de la vida cristiana. Como patas de un taburete, al que nos queremos aupar para mejor alcanzar a Dios. Tres momentos en los que, si desgranamos el Padrenuestro concentrados, en silencio, despacio, sentiremos el milagro del hacer de Dios en nuestras vidas; y ya no podrá prevalecer el demonio contra nosotros, pues seremos de Dios, solo de Dios.

«Solo dios basta», dijo santa Teresa. «Solo Dios», escribió san Rafael Arnaiz… ¡Qué más puedo añadir yo…!

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Trabajo y dignidad

Ayer, 1 de Mayo, se celebró el Día Internacional de los Trabajadores, en recuerdo de la huelga que se produjo en Chicago en el año 1886, en la que se denunciaban las jornadas de trabajo de hasta 18 horas diarias y se reclamaba la jornada laboral de 8 horas. Huelga en la que hubo varios muertos, tanto por parte de la policía como entre los trabajadores. Fue un hito en la revolución industrial que se estaba iniciando.

En el año 1955, de la mano de Pío XII, la iglesia instituyó el 1 de mayo como Fiesta litúrgica, ensalzando la dignidad cristiana del trabajo humano, superando la consideración denigrante que tenían las personas que realizaban trabajos penosos y desagradables. Esta Fiesta se encomendó a san José, esposo de María, bajo la advocación de san José Obrero. Con ello, Pío XII estableció uno de los pilares fundamentales de la Doctrina Social Cristiana: la dignidad humana del trabajo.

Con anterioridad, en el año 1948, las Naciones Unidas, en la Declaración Universal de los Derechos Humanos Fundamentales, había incluido a la dignidad humana como uno de los derechos inalienables de toda persona, por el mero hecho de ser persona, independientemente de su raza, cultura, idioma o religión.

La Iglesia Católica extendió el derecho inalienable de la dignidad humana a la actividad laboral desarrollada por la persona. Entendiendo que es la persona, por su propia dignidad, quien hace digno el trabajo, despojando al trabajo realizado de su carácter de digno o indigno, en que se clasificaba anteriormente. El trabajo, en sí mismo, no contiene ningún rango de dignidad, ni positivo ni negativo, es el hacer del hombre, con su dignidad humana, quien dignifica el trabajo, independientemente de lo que se haga o en qué condiciones se haga, siempre que se realice como servicio a la sociedad, al ser humano y a las personas.

Por tanto, a partir de 1955, la Iglesia Católica, considera que no existe trabajo indigno, si se realiza con humana dignidad. Entendiendo que puede haber trabajos indignos cuando las personas que los realizan lo acometen vulnerando, despreciando u oponiéndose a la dignidad que tiene toda persona. Resumiendo, aquellos trabajos realizados sin ética o inmoralmente son indignos y son causa de reprobación, por ser realizados por personas cuya actuación y motivación no son morales o alteran la ética que debe tener todo trabajo.

En la actualidad, por la mecanización existente, se considera ético y digno el trabajo que realicen las maquinas, aunque no las manejen las personas, cuando se busca con ello el bien humano, e indigno, cuando tales actividades atenten contra los derechos fundamentales de las personas. Aclarando que toda máquina o instrumento, por muy automático que sea su funcionamiento, está diseñado, construido y dirigido por personas. Por ello, es la dignidad con la que las personas utilicen el desarrollo tecnológico, diseñen y hagan funcionar las máquinas lo que aporta dignidad al trabajo mecanizado. La festividad que celebramos hoy establece cristianamente y exige que toda actividad productiva, entendiendo el término en su máxima extensión actual o futura, debe mantener la dignidad humana en todas sus fases y objetivos, por cuanto que todo el cosmos está orientado y debe proteger y acrecer la dignidad humana, al ser humano.

Fue un acierto elegir patrón universal del trabajo a san José, por cuanto que fue varón probo, justo, humilde y trabajador. Un artesano, más que carpintero, que veló con persistencia y dedicación amorosa a ese niño, que no siendo suyo, no entendía, ni comprendía en su razón quien era, pero a quien cuidaba, junto con María, con todo amor. Es precisamente este amor en el trabajo, que se elabora con esfuerzo, donde radica la dignidad laboral. Es la dignidad que san José confería a su trabajo, lo que dignifica cristianamente el trabajo humano.

María y José, junto al Niño, son por ello paradigma fundamental de la familia, que es a su vez núcleo fundamental de la sociedad; de toda sociedad humana, sea o no cristiana y sea o no reconocida como tal. Los derechos fundamentales de las personas, la dignidad humana entre otros, son derechos fundamentales inalienables; independientemente de que se reconozcan o no, de que se respeten o no.

La celebración de ayer, más allá de ser una fiesta del trabajo, es causa apropiada para reflexionar sobre cómo es nuestro hacer. Para pensar si lo que hacemos, o dejamos de hacer, contiene en nuestra voluntad, en nuestro deseo, mantener y realzar la dignidad humana o si, por el contrario, colabora a la destrucción de la sociedad por la indignidad con la que la trabajamos, por la indignidad con la que vivimos.

De siempre el trabajo es digno, si digno es el hacer del trabajador. Desde san José el trabajo es cristianamente digno. Desde 1955 la dignidad del trabajo está reconocida oficialmente por la Iglesia Católica. De siempre el hacer humano es digno, por cuanto que la dignidad no reside en el trabajo que se realiza, sino en la persona que lo realiza. Por ello, por la dignidad que todos tenemos, trabajar es un factor positivo y enriquecedor de la vida, nunca destructivo. Por ello, las Naciones Unidas establecieron en 1948, que el derecho al trabajo, y que este sea digno, es un derecho fundamental inalienable de toda persona. Lo lamentable es que, en aquel momento de su promulgación por las Naciones Unidas, no llegaron a 50 los países que suscribieron tal declaración. Lo lamentable es que ahora, más de 75 años más tarde, muchos países tengan pendientes su ratificación y otros muchos países más los vulneren, aunque lo ratificaron en algún momento. Lo lamentable es que infinidad de personas abusan del trabajo robando la dignidad que tiene, robando la dignidad de las personas que lo realizan.

Por ello, es misión importante de la Iglesia Católica, trabajar para que las personas, sus trabajos y sus vidas sean dignas y que sus entornos sociales las respeten y protejan. Misión a la que nadie es ajeno, en la que todos estamos implicados. Misión que llena la vida, que da sentido a la vida. Una vida que o es digna y trasmite dignidad, o no es vida sino muerte encubierta, por la indignidad y la inmoralidad en su hacer.

Quien se sienta cristiano debe trabajar y vivir como cristiano. Su dignidad humana colaborará con la creación del Señor; mas, si hubiera indignidad, la destruirá, y con ello su vida. La dignidad crea amor, la indignidad engendra odio.

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El embrollo de vivir

“La vida es un embrollo”, dicen unos. “Todo son problemas, ansiedades y disgustos”, dicen otros. “Para un momento de felicidad que se logra, ¡cuántos días y días de lágrimas se sufren”, añaden aquellos otros… Y es verdad, así es como ven la vida muchas personas, y viven desasosegados, angustiados, por unas cargas que les sobrepasan, que difícilmente pueden soportar, que les van hundiendo poco a poco en un abismo insondable, oscuro y desesperanzador. Y sufren; sufren mucho. Pero, me atrevo a preguntar, ¿la vida es así en realidad, o, no será, más bien, que la hacemos así?

Cuando un pintor se pone ante el caballete para trasladar al lienzo esas cosas, personas o paisajes que quiere plasmar, antes de dar la primera pincelada, se pone a pensar. Reflexiona sobre el encuadre que desea dar a los objetos, a las personas y los colores con los que los quiere plasmar. Reflexiona sobre la obra que quiere crear, sobre el sentido que quiere incorporar a su obra, sobre lo que quiere resaltar en su obra. Reflexiona sobre las ideas y conceptos que quiere incorporar a la tela. Piensa cómo trasladar, a quienes contemplen su obra en el futuro, las ideas y los conceptos que tiene en la mente. Solo después de estas y otras muchas reflexiones coge los pinceles y comienza a llenar el lienzo con sus pinceladas. Que no las plasma de cualquier manera, ni con cualquier forma, ni con el color que surja a botepronto; no. Cada pincelada que da conlleva en sí misma un sentido, un motivo, una idea. Os aseguro que el pintor mientras esculpe su pintura, está feliz, pero también sufre. Hasta que dé la ultima pincelada y esté conforme con su creación tendrá sobrevolando en su mente la duda de si es capaz o no de hacer que el cuadro hable por sí mismo y que cuente, a quienes lo contemplen, los pensamientos de su autor.

Así es la vida, un lienzo en blanco, vacío, que podemos colorear con nuestras esperanzas, con nuestros anhelos, con nuestros proyectos para que, en un futuro alcanzable, contemplemos el cuadro de nuestra vida… y estemos satisfechos de lo que vemos.

Muchas veces la vida duele mucho, más de lo que debiera, porque no sabemos qué cuadro queremos pintar, ni qué colores debemos utilizar, ni qué queremos resaltar en el cuadro de nuestro futuro. Sentimos que duele mucho más de lo que en realidad debiera doler, porque nos embrollamos en nuestros sufrimientos, sin llegar a distinguir el valor real que tiene cada uno de los problemas a los que nos enfrentamos.

Todo problema tiene dos componentes fundamentales; todos. Un componente se llama urgencia; el otro, importancia. Ninguna persona tiene, afirmo rotundamente, dos problemas que tengan la misma importancia y la misma urgencia. En unos problemas tendrá más peso la urgencia, en otros será la importancia. Podrá haber problemas que sean muy importantes y muy urgentes, y habrá otros que ni sean importantes ni sean urgentes, que sean poco menos que irrelevantes. Y, entre ambos extremos, habrá mil y un problemas más o menos importantes y más o menos urgentes.

Valorar estos dos componentes permite ordenar los problemas que tenemos y comprender que los problemas no son todos iguales. Que hay unos más importantes que otros; que hay unos más urgentes que otros. Comprenderemos, también, que hay problemas que podemos intentar solucionar hoy, ahora, y otros para los cuales hoy no hay solución posible, que debemos esperar una ocasión propicia. Tendremos que actuar sin tardanza sobre los primeros, porque podemos solucionarlos, y dejar de preocuparnos por los que sabemos que hoy no podemos hacer nada.

Pensar en un cuadrado, en sus cuatro esquinas. Una la clasificamos como el lugar donde colocar los problemas que son importantes y urgentes. En el ángulo que está en la diagonal del cuadrado colocamos aquellos problemas que ni son importantes ni son urgentes. En otro ángulo situamos aquellos que siendo importantes no son urgentes. Y, en su opuesto, los que son urgentes, pero no importantes. Nuestra vida se mueve dentro del cuadrado, acercándose unas veces hacia una de las esquinas y en otras hacia otras esquinas. ¿Sabéis en qué ocupamos la mayor parte del tiempo disponible de nuestras decisiones, hacia donde tendemos todos? Tendemos hacia resolver aquellos problemas que no son ni importantes ni urgentes. En ellos dedicamos casi el 80 % del tiempo disponible. Esto que contado así parece un desatino, es lo que nos hace sufrir. Me explico.

Tomar decisiones y afrontar un problema exige esfuerzo y dedicación. Hay que salir del confort, en el que nos encerramos todos, para soportar el trabajo y hacer el esfuerzo necesario que permita solucionar el problema. Cuanto mayores sean estas exigencias, más nos costará ponernos en camino y arrostrar el sacrificio que supone afrontar el problema. Por ello tendemos a dilatar en el tiempo su solución, lo dejamos para “mañana”; para un mañana que nunca llega o que llega cuando el problema nos asfixia. Cuanto más importante y cuanto más urgente sea el problema que nos agobia, más tendremos a demorarlo.

Por esto nos embrollamos con esos problemas pequeños e irrelevantes, esos que da lo mismo que se solucionen hoy que mañana; porque exigen poco esfuerzo y poca dedicación. Son problemas que de “un plumazo”, con un par de pinceladas, los solucionamos… pero no son la esencia del cuadro de nuestra vida, lo que queremos pintar en nuestro lienzo. Son problemas que incluso pueden quedarse sin atender, dada la reducida relevancia que tienen, sin que alteren nuestra vida. Sin embargo, ¡cuánto tiempo gastamos con ellos, dejando de atendar esos otros problemas importantes y esenciales que debemos solucionar para vivir, esos problemas que no nos dejan dormir!

Centrándonos en esas misérrimas, pero abundantísimas hormigas, que son los problemas irrelevantes, aquellos que no son ni importantes ni urgentes, dejamos sin atender a los elefantes, a lo que es importante, sea o no sea urgente. Mientras no solucionemos esos problemas que consideramos importantes, que vemos como vitales para nosotros, sería ilusorio pretender sentirse a gusto. Siempre rondará el pensamiento de aquello que sabemos que tenemos que hacer y no hemos hecho; lo que nos condiciona la vida gravemente haciéndola dura y pesada , dolorosa. La felicidad no estriba en no tener problemas, estriba en acometer con decisión los problemas que se presentan, actuando hoy para solucionarlos, sin demorar el esfuerzo para mañana. Es falsa e hipócrita la felicidad que dicen tener aquellos que pudiendo solucionar los problemas los demoran sine die, sin plazo, sin fecha. La felicidad estriba, se fundamenta, en enfrentarse a los problemas con resolución, sin tardanza, dedicando el tiempo y el esfuerzo que necesitan e independientemente de que se lleguen a solucionar o no. Quizás no hayamos solucionado el problema, pero habremos hecho todo lo que humanamente podíamos hacer para solucionarlos; en esto radica la felicidad.

Y enlazo con otro factor importante a tener en cuenta. Los sufrimientos tienen una relación muy directa con la evaluación que nos hacemos a nosotros mismos sobre el orgullo o prepotencia y la humildad con la que vivimos. El orgulloso se plantea: “¿Por qué me sucede a mí?”, pretendiendo que por su “estatus” social y personal, “esas cosas no debiera sufrirlas”; y sufre por ello; porque no acepta el sufrimiento. El humilde, por el contrario, viviendo en la sencillez de su pobreza, se plantea: “¡Cómo no me van a suceder estas cosas a mí, con lo poco que soy!” Su sufrimiento, al ser aceptado, siendo el mismo que el del orgulloso, se tolera mejor; se sufre menos. No es el problema lo que hace que suframos, sino cómo nos consideramos ante ese problema que nos atenaza.

En mi pueblo, cuando se ponía a llover a mares, cuando parecía que las compuertas de las aguas del cielo se volcaban sobre nosotros, nos mojábamos y, a veces ¡de qué manera! Pero manteníamos la esperanza cierta de que más pronto o tarde escamparía, y el sol volvería a brillar. Mientras, sufríamos las consecuencias catastróficas del desbordamiento del rio que bordea la ciudad. Al final, sobre los cuerpos maltrechos y embarrados, el Sol de la Vida volvía a brillar y nos hacía revivir.

Mantener la esperanza en quien todo lo puede, confiar en Él sabiendo que por su amor tendremos fuerzas y constancia para superar toda dificultad, vivir abandonados en su amor mientras nuestras manos y nuestros pies crean vida, es el gozne de nuestra vida, el fulcro donde apoyar la pértiga que nos lanzará hacia un camino insospechado y maravilloso donde, a pesar del dolor por vivir, habrá gozo de vivir; y sentiremos que, sin ser nada, lo somos todo.

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¡Salvados!

Sí, salvados. Ya estamos salvados, ¡Hallelujah! Porque el Padre, al resucitar a Cristo, ha abierto las puertas del Paraíso para que entremos todos. ¡Todos, sin excepción de nadie, por muy malvados, violentos, defraudadores o miserables que sean, a todos! Quedarían fuera, tan solo, aquellos que no quieran ser salvados.

Salvados porque Dios no va a despreciar a nadie que le reconozca como Dios verdadero, por muchas maldades que haya cometido, por muchos errores en los que haya vivido, ¡a nadie! Quien condena, quien se condena, es siempre el hombre, nunca Dios.

Esta tautología, tantas veces repetida, no termina hacerse luz y certeza en nuestros corazones. Todavía pretendemos salvarnos haciendo obras buenas, esforzándonos por hacer el bien, por aparentar (solo aparentar) ser justos ante Dios, aunque seamos pecadores. Para salvarse es suficiente con no hacer el mal, por no pensar desde el mal, por no vivir en el mal; es suficiente con no negar a Cristo. No nos salvamos por nuestras buenas obras, ni nos condenamos por las malas. Nos salvamos por su gracia, la de Dios, cuando lo reconocemos como Dios verdadero y que, por ello, lo adoramos. Nos condenamos cuando rechazamos esta verdad apodíctica. Solo salva el amor, en especial el amor del Padre por sus hijos, por nosotros.

He escrito Hallelujah y no Aleluya por un motivo, para daros a comprender el significado que tiene tal expresión, que no es solo un grito de júbilo y alegría, como tantas veces, de forma simplista se interpreta. Aleluya o Hallelujah (siempre escrito con mayúscula) es mucho más, mucho más que un grito de alegría y felicidad dirigido a Dios.

Hallelujah es la transcripción escrita latinizada del hebreo הַלְּלוּיָהּ, que es, a su vez la contracción de dos palabras (las pongo en latino para que se comprendan mejor): de la palabra hallĕlū, que significa alabanza excelsa, suprema, alabanza total, y la palabra Yăh o Jah, apócope de la palabra Yahvé, Yahveh o Jehová, en español, Dios o Señor. Hallelujah o Aleluya expresa, por tanto, dos cosas, que se unen en una sola acción: expresa alegría total y expresa reconocimiento de Dios como Dios verdadero. Expresa, por tanto, la gran, la enorme alegría de estar salvados en Dios. Hallelujah o Aleluya es, por tanto, expresión de reconocimiento y de agradecimiento de la salvación ofrecida por el Padre a toda la humanidad. Es expresión de la alegría que tenemos, por la aceptación que hacemos de reconocer la potestad indubitable de estar salvados por el don gratuito de Dios. De este reconocimiento, de este hecho surge, como un torrente incontenible, la alegría pascual, que, durante cincuenta días, nos va a fortalecer en el Padre, por seguimiento del Hijo, con la ayuda del Espíritu Santo.

Por esta actitud de adoración, ahora, en tiempo de Pascua, los cristianos comenzamos y terminamos nuestras oraciones exclamando: ¡Aleluya!, ¡Hallelujah!, ¡Halleluia! (latín), ¡ἀλληλούϊα! (griego), ¡הַלְּלוּיָהּ¡ (hebreo) o cualquier otra forma en la que lo escribamos o expresemos, pues todas se utilizan y todas son válidas. Puesto que ante el Señor lo que importa es el corazón y el espíritu de la persona, no lo que escriba, diga o haga. Dios evalúa a la persona por lo que es en ella misma, no por sus pensamientos ni actos.

Hoy, desde la pasada noche, con el reconocimiento que nos da el expresar nuestra Aleluya, hemos comenzado un nuevo eón, un nuevo tiempo: el tiempo final de la salvación. Hoy, con la muerte oblativa y con la resurrección de Cristo, el Señor a inaugurado la Alianza final de la salvación.

Somos pecadores, como antes. No menos pecadores, porque digamos que creemos en la salvación, no; seguimos siendo contumaces pecadores, tal es nuestra condición humana. Y aún así, Dios Padre, a través de la acción salvadora que realizó con su Hijo Jesucristo, nos abre, nos ha abierto, las puertas del Paraíso, del Cielo, para acogernos en su Gloria. ¿Alguien podría rechazar tal oferta?

Sí, hay personas que la rechazan. Hay personas que voluntaria y conscientemente rechazan la oferta de salvación. Su pecado contra el Espíritu Santo les impide que puedan ser salvados; se condenan ellos mismos.

Hay una frase en los Evangelios, puesta en boca del ángel que custodiaba el sepulcro vacío, que muestra la realidad cierta de la salvación: «Id enseguida a decir a los discípulos: “Ha resucitado e irá delante de vosotros a Galilea; allí lo veréis.”» (Mt 28,7). Expliquemos su contenido.

«Id», acción imperativa, obligatoria, que conforma la vida de todo creyente: vivir actuando. El cristiano no puede ser un sujeto pasivo, estático; debe estar en movimiento. Más aún, debe actuar yendo hacia lo incierto, hacia su interior humano, donde radica la verdad en que se vive o su falsedad, e ir hacia los demás, hacia los que tienen una fe menos fuerte, hacia los que renegaron de la fe, hacia los que desconocen nuestra fe. «Id» expresa la esencia fundamental del cristiano: su vocación misionera ad intro y ad extra, hacia el interior de uno mismo y de la Iglesia y hacia los que nos son aún Pueblo de Dios.

«Discípulos», en principio se refiere a los seguidores de Jesús, el Cristo, a nosotros, los bautizados. Por extensión, se refiere a todos los seres humanos, pues, desde el ancestro de los tiempos, anida en el interior de todo ser humano, un concepto no humano, un concepto religioso, de un ser creador y superior a los humanos. Desde siempre y por siempre, en el ser humano habita el concepto “dios” como compendio de todo lo que al ser humano le sobrecoge, le supera o le es incomprensible, ya sea el fuego, el agua, la tierra, la maternidad, la justicia no humana o el Dios de Jesucristo. El concepto “dios” es una característica antropológica indiscutible del ser humano. «Id» unido a «Discípulos» es la demanda imperativa obligatoria que “dios” nos hace de que busquemos a “Dios”, al Dios verdadero de Jesucristo.

«Ha resucitado», constatación apodíctica de un hecho histórico incuestionable… por mucho que se escriba o se diga en contra. Es un hecho histórico según los conceptos de la época, no los de este siglo XXI, donde solo lo pragmático es real. Un hecho real es un hecho y es real, aunque no se pueda contrastar pragmáticamente, ni ver a través del microscopio de la ciencia. Cristo ha resucitado, hecho real, histórico y auténtico, que hasta a los agnósticos y ateos altera el espíritu, discurriendo cómo negarlo.

Y lo importante, «Irá delante de vosotros». Dios siempre se adelanta al hombre, siempre le antecede: «Aún no llega la palabra a mi lengua, / y tú, Señor, la conoces por entero… / Si subo hasta el cielo, allí estás tú, / si me acuesto en el abismo, allí te encuentro. / Si me remonto con las alas de la aurora, /si me instalo en los confines del mar, / también allí tu mano me conduce, / también allí me alcanza tu diestra.» (Sal 138 4.8-10). ¡Qué más decir! Dios nos antecede en todo. ¿Por qué corremos a buscarlo? ¿No sería más lógico abrirle nuestro ser para que nos llene de su Espíritu Santo? Si corremos buscándole podemos tropezar y destrozarnos, o salirnos del camino, descarriarnos y caer en el abismo. Mejor es templar nuestros ímpetus humanos y, serenamente, con paciencia y esperanza, esperar que Dios se haga vida en nuestras vidas. Os digo, que pronto descubriremos, sorprendidos, que Dios ya estaba en nosotros, que ya era carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre. Pues para ser uno en nosotros Dios, en Jesús, se hizo hombre.

«Galilea», lugar de inicio de la vida pública de Jesús. Allí comenzó a mostrar al Padre. Allí comenzó todo. Allí Dios se hizo Emmanuel, Dios con nosotros. Allí, el Dios lejano se hizo Dios inmanente hasta ser de nosotros “más que nosotros mismos”, que dijo san Agustín. Galilea significa el retorno del “hijo pródigo”, del pecador a su padre; de nosotros, pecadores, a Dios, todo misericordia.

Por eso, termina el ángel diciendo, «allí lo veréis». Quien recorre este itinerario verá al Señor; los demás… «Quien quiera venir en pos de mí ―dice Jesús―, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame.» (Mt 16,24). No hay otra forma de ser cristiano; ninguna otra que conozca el ser humano, aunque nunca hemos de poner límites al hacer misericordioso de Dios.

Digamos ¡Aleluya!, ¡Hallelujah!, ¡Halleluia!, ¡ἀλληλούϊα! o ¡הַלְּלוּיָהּ¡, vivamos este tiempo de Pascua dando gracias a Dios por llamarnos a su Reino. Y, cuando acabe este tiempo de júbilo, volvamos a Galilea; volvamos a exclamar de corazón : ¡Aleluya!, ¡Hallelujah!, ¡Halleluia!, ¡ἀλληλούϊα! o ¡הַלְּלוּיָהּ¡

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Muerto

La creación está sin Cristo; está muerta. Sin Cristo no hay vida, solo muerte; solo abismo. Un abismo insondable que penetra todo y absorbe todo; hasta nuestras almas. Hoy hay Dios, pero no hay Cristo; Cristo está muerto y enterrado.

Cuesta comprender esta realidad. Cuesta comprender que quien es vida esté muerto. Porque, aunque nos cueste aceptarlo, Cristo está muerto. Lo crucificaron, murió en la cruz, lo embalsamaron, como a un mortal más, y fue enterrado. Hoy Cristo está en la tumba. La tumba no está vacía, hoy contine entre sus muros a Cristo, al Señor de la vida. Hoy no ha resucitado, mañana quizás se produzca el milagro, pero hoy no se ha producido.

Hoy la esperanza está muerta, no existe. Hoy el mundo, la creación entera está muerta, la vida está muerta. La vida no tiene esperanza. Hoy todo se acaba en la muerte, nada hay después; nada. Solo existe esta vida y, al morir, se acaba todo. Hoy la vida acaba en la muerte, la muerte ha vencido.

Tan solo por nuestra experiencia mantenemos la esperanza. Pero los hechos de hoy sábado dicen pragmáticamente que tras la muerte no hay nada. Que ese Dios, que decimos que existe, está tan lejos de nosotros que nos abandona a nuestra suerte, a la muerte. Y una muerte sin esperanza alguna.

No es fácil aceptar esta situación, cuando el resto del tiempo vivimos en la esperanza de la resurrección y salvación eterna. Pero, insisto, hoy no hay salvación posible, por mucho que lo diga el Canon judío. Por mucho que esté escrito que Dios nos llamará a una vida transmortal. Todo es mentira; hoy no hay vida tras la muerte.

Por ello se puede deducir que el Dios de nuestros padres, el dios de los patriarcas es un dios falso; todo es pura ilusión humana, no hay nada divino en ello… Así sería el mundo sin Cristo. Con una sepultura que contuviera a ese falso Mesías llamado Jesús, el Cristo. Una tumba a la que los más afectos llevarían flores, en recuerdo a ese hombre bueno al que mataron los romanos… Y nada más.

Tendrían, pues, razón esos ateos, esos agnósticos, que afirman que no hay Dios. Que lo único que hay es esta vida, una vida que no dura demasiado tiempo y después, nada. Tendrían razón cuando afirman que “gocemos y satisfagámonos comiendo, bebiendo y copulando”. Cuando afirman que los demás no importan, ¡allá ellos y sus vidas! No tendría sentido alguno preocuparse por los demás, sería una pérdida de esfuerzos y de tiempo; sería una pérdida de vida.

Vivir así sería, aún más, vivir en un mundo donde la fuerza y el poder reinarían. Donde cualquier despropósito tendría lugar, porque el gozo y el disfrute justificaría los hechos. No habría justicia, sino dictadura del más fuerte. No habría misericordia alguna. Nadie tendría misericordia, porque nadie tendría esperanza.

Sería un mundo pobre y miserable. Nadie construiría para un futuro lejano, ni trabajaría esperando algún día cosechar algún bien. Sería un mundo donde el hambre y las enfermedades socavaran la vida, haciéndola más sufriente aún y más corta. Nadie dedicaría su tiempo, sus años y su vida para aprender cómo cosechar más, cómo tejer mejor, cómo viajar más rápido, cómo sanar heridas y enfermedades… Nada de esto existiría, porque no habría esperanza.

Si Cristo continuase en el sepulcro, en pocos años la civilización habría retrocedido milenios. Al poco estaríamos cubriéndonos con las pieles de los animales que aún seríamos capaces de capturar. Iríamos por los campos buscando espigas de trigo, árboles frutales y cualquier otra cosa que se pudiera comer; el hambre rondaría constantemente. Una generación después las casas estarían en ruinas; nadie ayudaría a repararlas. El pan habría desaparecido, el vino, el aceite y los combustibles estarían agotados; nadie se entretendría en elaborarlos, salvo para uno mismo; pensar en los demás sería estúpido. Cuidaríamos de nuestra vida, de la propia, y nada más. Los conceptos “familia”, “tribu” o “clan” habrían dejado de tener sentido. No habría esperanza para logar algo juntos. El ser humano habría perdido su sociabilidad, sería un ser individual como difícilmente podremos llegar a pensar. Sería vivir en la soledad más absoluta y sin esperanza: sería el infierno.

Los hombres abusarían de las mujeres sin otra limitación que la fuerza. Muchas morirían al parir y los niños tendrían graves dificultades para sobrevivir y crecer. Con el paso del tiempo cada vez habría menos niños. Y menos niñas y mujeres que satisficiesen los impulsos carnales de los hombres. La población mundial disminuiría rápidamente y los sobrevivientes vagarían buscando qué comer, con qué vestirse y como satisfacer sus necesidades vitales básicas. En cincuenta o sesenta años la civilización habría retrocedido hasta el comienzo de la prehistoria, entre las ruinas de la civilización que fue. Pero aquellos primeros antepasados nuestros tuvieron esperanza; estos descendientes, no, no la tendrían.

Si Cristo permaneciese en el sepulcro tendría unas consecuencias para la humanidad perores que la peor de todas las guerras nucleares inimaginables. Si Cristo permaneciera en el sepulcro supondría la destrucción del hombre, de la creación. Dios habría fracasado en su proyecto de amor.

Pero, por ventura, Dios ama; y ama mucho. Ama a su creación y, en especial al hombre. Por eso envió a parte de su ser a hacerse hombre; y por eso lo resucitó. Dios estaba obligado a ello; no hacerlo sería peor que el peor de los diluvios, cuando hastiado de los hombres los destruyó e inició una nueva creación, una nueva era.

Mañana, Dios Padre resucitará a Jesucristo, el Hijo, lo hará renacer de entre los muertos y lo atraerá hacia sí mismo; y volverá a ser uno en Él. Con este simple gesto, Dios proclama que hay esperanza, que hay vida tras esta vida; que la vida verdadera es estar en la gloria del Padre. Con este gesto de salvación Dios Padre afirma que hay esperanza. Una esperanza fundamentada en el amor y el perdón, en la misericordia y la bondad, en el bien y la justicia. Y el mundo, aunque maltrecho aún, caminará hacia la resurrección y la gloria.

Pero eso será mañana, hoy estamos muertos; todos muertos, aunque el corazón siga latiendo y los pulmones inhalen aún. Pero hoy, ahora, la muerte ha vencido al amor y ha matado a la vida.

Pensemos todo lo que supone la esperanza de la resurrección. Y la tragedia enorme que supondría que el Padre no hubiese perdonado nuestros desmanes, nuestros pecados, y no hubiera resucitado a Cristo.

Por esto, la resurrección de Cristo por el Padre es la piedra angular, el eje central de todo; absolutamente de todo. Por esto, la resurrección de Cristo es el centro de todo. Es el final de una época, en la que la esperanza futura era incierta, y el principio de otra época, de otro eón, donde la esperanza de la vida futura es un hecho indubitable y contrastado. La resurrección de Cristo es la GRAN ESPERNAZA, la única que merece la pena ser vivida, la única por la que merece hacer todo esfuerzo, todo don. Porque la esperanza en un don gratuito que Dios deposita en nuestras manos para que vivamos. Para que vivamos en Cristo, con Cristo y para Cristo.

Pero eso será mañana. Hoy, pensemos, reflexionemos profundamente, lo que supondría un mundo sin esperanza, sin Dios, sin vida eterna… Y demos gracias a Dios por su bondad, por la vida que pone en nosotros cada día, en cada instante de esta vida terrena… Y adorémosle.

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La gran deuda

Como losa que aplasta el corazón herido siento esta deuda que nunca podré pagar. Estremecido ante ella, vivo muriendo. Todo yo, todo entero, siento su peso inmisericorde, de quien solo, todo Él, es misericordia. ¿Cómo es posible que bondad tan alta duela tanto? ¿Será, acaso, mi pobreza quien la hace inmensa e insoportable? No lo sé; ojalá supiera.

¿Cómo es posible que tanto bien haga tanto daño? Acaso, ¿no será que no sea el bien quien oprime? O, acaso, ¿no será que no es daño lo que hace tan gran opresión? Pensar que no es el bien quien oprime es anatema; imposible ser cristiano si así se piensa, se podrá ser muchas cosas, nunca cristiano. Pues, si creemos en un Dios bondad y misericordia, ¿cómo podríamos pensar que no es bien, y bien absoluto?

Mas bien habría que pensar que no es daño lo que sufrimos, al sentirnos tan oprimidos, sino, tal vez, reconocimiento de nuestra pobreza, de nuestra incapacidad para comprender lo nunca comprensible.

El pragmatismo de esta sociedad, en la que vivimos, pero no somos, destruye todo lo que no es comprobable, todo lo que la experiencia no ratifica como real. Pero, acaso, ¿puede lo espiritual ser pragmático, aunque exista y sea real? Este es el dilema, la génesis del sufrimiento de muchos; de mi sufrimiento: querer constatar, como experiencia tangible, la intangibilidad de lo espiritual, que, aunque sea apodícticamente real, verdaderamente real, no es tangible. Serán tangibles los resultados de las actuaciones espirituales, pero nunca la esencia de lo espiritual.

O, acaso, ¿puede meterse todo el océano en un hoyo en la arena, como estaba intentando hacer el niño que san Agustín encontró en la playa, mientras pensaba en estas cosas? San Agustín, que vivió el suceso, comprendió. Yo, que conozco el suceso pero que no lo he vivido, sigo haciéndome esta pregunta. Aunque sé, como comprendió el santo, que nunca podré contener en mi cabeza la sabiduría de Dios. Por esto siento que Dios siempre desborda mis pensamientos y me conduce hacia una negritud que mi fe no quiere aceptar, en la esperanza de que, quizás algún día, pueda empezar a entrever. Tal es la soberbia humana.

Por esto siento como peso abrumador la gran deuda que tengo con mi Señor, Dios. De aquí surge un sufrimiento atroz por mi viva imperfecta, por mis pecados. Porque, aunque lo diga y diga sentirlo, no hay abandono incondicional en Dios. Por esto mi sabiduría humana pretende comprender la sabiduría de Dios. Por esto desde mi pobre sabiduría pretendo comprender la necedad de la cruz, fuente de salvación para tantos. Por eso me abruma la sangre que Cristo derramó por mí y sobre mí, para que me salvara.

Creo que ya estoy salvado por su amor. Creo que vivo en el Cielo por su amor. Y creo que alcanzaré la vida eterna por su misericordia. Pero estas certezas no aminoran, ni en un ápice, el sufrimiento de comprender que nunca podré devolver a mi Señor todo el bien que me hace; su bien y su amor salvador.

Tal deuda me aplasta, me hunde, me descompone. No mi ser, sino mi espiritualidad. No sufro en el cuerpo, sino en la mente. No en lo tangible, sino en lo intangible. No en mi vida mundana, que he de confesar que es placentera, sino en mi más profunda espiritualidad. Ahí vivo en un infierno. Ahí mi sufrimiento me desgarra y me aniquila.

Por ese volcán que hay en mí debo renacer con cada alborada a la esperanza y abrirme en canal al amor de Cristo. Por eso, cuando el primer rayo de sol hiere mi piel y el calor del amor de Cristo me envuelve, me lanzo a la vida como un torrente de montaña. Por eso, cuando llega el ocaso, mi cuerpo está rendido y mi mente, ansiosa, se pregunta: ¿has amado hoy?, ¿te has abandonado en Dios hoy?, ¿has vivido para el amor de Dios hoy?, ¿te has volcado en ellos como Cristo lo haría? ¡Quién no sabe la respuesta…! Y sufro.

Hoy, Viernes Santo, Cristo vuelve a morir por mí una vez más. Hoy estúpido de mí, pretendo, una vez más, comprender lo incomprensible de su amor. Hoy, una vez más, sufro. Abandonado plenamente en el Señor, sufro, tan dentro tengo metido el mundo que no me permite ser solo de Dios. De aquí procede mi sufrimiento.

Mas, ¿cómo puedo ser de Dios y servir a los hermanos, que están dolosos por el barro del mundo, sino estando en el mundo? Por esto no me quedé en el monasterio, gozando de Dios. Por eso Dios me mandó que volviera al mundo, por ellos. Por esto sufro, por hacer su voluntad. El camino de Dios nunca es un sendero de rosas. Es, más bien, un sendero donde las espinas de las rosas rasgan la piel y hieren hasta hacernos sangrar.

Seguir a Dios no suprime el sufrimiento, sino que lo acentúa. Por el abandono en Él, por el deseo incontenible de servirle con todo el corazón, con toda el alma, con todo mi ser, surge el dolor. El dolor de cada día, por no haber sido capaz de hacer más, de servir más, de amar más, de abandonarme más en Cristo, nuestro Señor, tritura mi ser. Un dolor cada día más grande, más doloroso, más insoportable; porque cada día me siento más incapaz de todo.

No me duele mi dolor de hoy. Me duele la certeza de que voy a vivir en un clavario creciente hasta el fin de mis días. Me duele comprender que cada día, si Dios quiere, me doleré más. Porque, este dolor irreductible, existe por no ser capaz de darme todo lo que, el amor creciente de Dios en mí, me pide que haga.

Siento su llamada cada vez mayor, su exigencia cada vez mayor. Presupone que estoy más preparado, por eso me llama cada día con voz más fuerte. Una voz que rompe los tímpanos de mi corazón por no poder responder en la misma medida. Pero no puedo, ni quiero, pedirle que me ame menos. Le pido que sea capaz de soportar más dolor, como purgatorio terrestre en el que duelo mis faltas; crisol donde me refina, me refina y me refina… aumentando mi dolor.

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Misterio de amor

¡Quién pudiera comprender! ¡Quién tuviera el don de entrever este misterio de amor que rememoramos estos días! ¡Quién fuera el afortunado que amara tanto que alcanzara a penetrar el amor que nos tiene Cristo! Quien sea ese afortunado, ruegue por nosotros al Padre.

Porque, desde los ojos de este corazón pecador, con el que me construiste, Señor, estoy lejos de ti, muy lejos; demasiado lejos. Y, sin embargo, a pesar de pobreza con la que construiste mi ser, te adoro.

Adoro a ese ser, al que llamo Cristo, que me envolvió con su perdón cuando estaba perdido. Que me mostró su misericordia, cuando caí vacío ante el mundo por mi falta de esperanza. Que, como ave fénix, me levantó y acogió entre sus brazos, para que comprendiera.

¡Comprender, quién pudiera! Solo comprendo que, desde mi ser de pecado, nunca comprenderé. Nunca alcanzaré a desvelar el misterio de amor que tú, Señor, eres y hacia el que me impulsas cada amanecer.

Ni mi sabiduría alcanza a comprender, ¡tan pequeña es! Ni mi inteligencia lleva a desvelar lo que eres, ¡cuán escasa es! Ni mi voluntad logra servirte, ¡tan voluble es!

¿Quién soy para comprenderte, si nada valgo? ¿Por qué te vas a desvelar ante mí, si nada soy? ¿Qué vas a lograr entregándome tus dones, si los voy a desperdiciar? ¿No comprendes, Señor, que solo soy pobreza y pecado? ¿Apenas un hombre entre los hombres? ¿Pecador entre los pecadores? ¿Miserable entre los miserables?… ¿Por qué me torturas entregándote por mí, dándome tu amor?

¡Estúpido e inconsciente Dios! ¿Por qué confías en mí? ¿Por qué entregas tu amor, un amor hasta la muerte, por mí? ¿Por qué me haces siervo tuyo, no ves que nada puedo darte? ¿Por qué me perdonas una y otra vez mis pecados, si mi arrepentimiento nunca será sincero? ¿Por qué?…

Si, al menos, el flagelo rompiera mis carnes una vez, quizás comprendiera. Si uno de los salivazos ensuciara mi cara, quizás comprendiera. Si una mano o pie mío sintiera al menos un martillazo, quizás comprendiera… Pero ni ese consuelo tengo.

Ponerme a tus pies, bajo tu cruz, como María, ¿de qué serviría, si en mi corazón anida Judas de nuevo? No, Señor, tu suplicio te hace desvariar. Ves lo externo, no mi interior. Ves cómo se mueven mis manos y mis pies, hasta parecen buenos; pero no lo son. Son, tan solo, apariencia humana, bien humano, verdad humana y, si quieres, hasta amor humano… Es decir, más podredumbre que entrega, más prepotencia que servicio, más interés que amor.

Mi Señor, ¡no me ames tanto, que enloquezco! ¡No me perdones tanto, que me aturdo! ¡No confíes tanto en mí, que me hundo, aún más, en el barro de mis incumplimientos! No, Señor, ¡no me des, que me torturas! Dáselo a otro, a ese Juan, a esa Josefa, a ese Miguel… ¡a quien sea! Pero no a mí. Sería desperdiciar lo más bello, lo más limpio, lo más hermoso que existe.

A mí, Señor, déjame, si acaso, ser bueno entre los hombres, justo entre su justicia, noble entre ellos… Pero no me des el cielo, no lo merezco, ni la salvación. No la desperdicies conmigo, dásela a ese; a ese que pasa por ahí, quizás la merezca más que yo. No malgastes tu bien conmigo; sé justo.

Rememoraré tu pasión y tu resurrección como si estuviera en tu tiempo, como si fuese uno con los que compartiste el pan en tu cena, como si estuviese en el Sanedrín, como si me salpicase tu sangre al golpe de los látigos, como si los soldados me empujasen para abrirte paso, como si comprobase que el sepulcro está vacío.

Lo rememoraré, pero no comprenderé. Intentaré vivirlo desde el corazón, no desde la inteligencia; desde la fe, no desde la sabiduría. Pues nada humano me servirá para entrar en la nube blanca del Tabor, ni en el misterio de amor que eres.

Nada pretendo. Nada deseo. Nada pido. Nada. Pues, no me mueve para quererte el cielo prometido, ni me mueve el infierno tan temido para dejar de ofenderte. Ni me tienes que dar aunque te quisiera pues, aunque lo que espero no esperara, lo mismo que, quizás algún día pueda quererte, te quisiera…

Quizás después, cuando las angustias pasen y todo esté consumado, comprenda. Quizás entonces me ría de mis dolores. Quizás entonces… Mientras tanto, solo veo el pecado que soy, el querer y no poder, el intentar alcanzar y no lograr… El saberme perdonado y no perdonar, el saberme amado y no ser capaz de amar, el saberme predestinado y no alcanzar a ver el camino.

Mientras, solo me queda contemplar el misterio de tu amor y quedarme extasiado ante tu enormidad… Esperando.

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¿Anhelamos una segunda conversión?

Quien más, quien menos, todos nos hemos preguntado alguna vez: ¿A qué estoy tan aferrado que no logro desprenderme? ¿Dónde están mis miedos inconfesables? Y, cuando intuimos la respuesta, un escalofrío recorre nuestro cuerpo. Es el reconocimiento de nuestra culpa, de que no todo nuestro ser es de Dios. Reconocemos que aún hay en nosotros unas áreas, unos lugares, unos comportamientos, una forma de pensar y de vivir que no son concordes con los Diez mandamientos, ni con el mandato de amor de Dios.

Ansiamos vivir de corazón en Cristo. Vivir con los mismos sentimientos de Cristo. Pero, para eso, tenemos que entregarlo todo. Tenemos que entregar nuestros miedos al Señor y confiar que nuestra esperanza se haga realidad en el futuro.

En esto consiste la segunda conversión, en estar anhelantes de vivir en Cristo, hasta llegar a estar completamente liberados de nosotros mismos y enteramente entregados a Dios.

Pero, para que se produzca esta segunda conversión, es necesario que nos liberemos de nuestros miedos. Anhelamos poder responder a Dios que nada hay en nosotros que no podamos entregarle, que no estemos dispuestos a entregarle si nos lo pidiese. Y poder decirle que somos libres de este mundo, de sus cadenas y de sus dioses, que tanto nos ataban y hacían sufrir.

Sin embargo, a pesar de nuestros esfuerzos, hay pensamientos y cosas que no logramos entregarle a Dios. ¿Qué es eso inconfesable, a lo que estoy tan aferrado que no logro desprenderme? ¿Por qué, de dónde surgen estos mis miedos irreductibles? Este es el nudo gordiano, tan difícil de desatar.

Hasta aquí el planteamiento de la cuestión, pero ¿cómo dar una orientación para resolver tal cuestión? Podría hablaros de teorías y de criterios, pero sería un falsario, un hipócrita. Solo puedo hablaros desde mi propia experiencia, desde lo que hay en mi corazón.

Empezaré diciendo que aún (un aún que potencia la esperanza) no he conseguido entregarme a Dios con todo mi ser; todavía hay en mí puertas cerradas a Dios. He conseguido que se abran algunos ventanucos y que entre algo de la luz de amor de nuestro Señor en mí, pero persisten grandes puertas cerradas a su amor, donde ni siquiera yo soy dueño, sino el mundo. Es lo que aún perdura de hombre viejo en mí.

No obstante, no todo ha sido baldío; no. He tenido grandes avances. Avances que no han ido hacia una mayor perfección, sino hacia una más profunda humildad. Que me han hecho comprender que en el ansia de alcanzar la perfección había un cierto orgullo, de vanidad, de prepotencia, de ―al fin y al cabo― egolatría, por sentir la satisfacción de que, con mis esfuerzos, estaba consiguiendo arrancar de mí los miedos y los vicios, todo lo que no era de Dios… sin darme cuenta de que, esa pretendida perfección, era, en sí misma, el mayor pecado: el de sentirme como Dios.

Mis constantes fracasos, los sufrimientos que he padecido por intentar alcanzar la perfección ha sido el crisol donde durante años se ha ido domando mi espíritu; donde le calor del amor de Dios ha ido penetrando suavemente, sutilmente, como una brisa intangible, en mi ser. Años en los que he sufrido tormentos por sentir que estaba en el infierno, cuando, en realidad, estaba en el cielo, mecido por Dios en sus brazos. Mi obsesiva pretensión de ser puro y completo para el Señor hizo de mi vida un sufrimiento constante y destructivo que me llevo, en más de una ocasión, a desesperar. Me era incomprensible que Dios hubiera puesto un camino tan abrupto y exigente para ser seguidor de su Hijo, de Cristo. ¡Cuan errado estaba! Mi ceguera era total, me había salido del camino, me había extraviado, pero creía seguir caminando en la luz.

No sé cuándo empecé a comprender mi extravío, ni cuándo empecé a ver la ceguera que había en mí. Algo empezó a cambiar en mí, tenuemente, intangiblemente; de forma imperceptible empecé a comprender. Comprendí que, en vez de alcanzar la cumbre, me tenía que hundir en el abismo que hay en mí, en la podredumbre que en realidad soy. Y empecé a caminar.

Abajarme tampoco es un camino de rosas; es doloroso. Pero, sin embargo, hay un factor determinante que lo domina todo: mi incapacidad, mi pobreza al no conseguir alcanzar la luz. Comprendí que debía vivir en las tinieblas. Así cada vez que viera un rayo de luz, comprendería que Dios me amaba.

El descenso hacia la humildad es lento, muy lento; más lento que el pasar del tiempo para quien espera. Y el camino es largo, muy largo, tan largo que parece no tener fin. Mas, ahora, en mi pobreza, el camino es algo ya no me preocupa. Antes, sí, me preocupaba por llegar, por alcanzar pronto la humildad absoluta, el despojo total de mí, en servicio del Señor. Ahora ni eso busco. Porque, ¡Tampoco es ese el camino! Ese camino también lleva a la perdición, a la egolatría, a sentirse capaz de todo, de creerse capaz de ser dueño absoluto de uno mismo… ¿Y dónde queda Dios?

Ahora me esfuerzo por caminar sin caer en los dos anatemas extremistas que tanto me han confundido: la perfección absoluta y la humildad absoluta; los dos erróneos.

Ahora sé, en lo más profundo de mí, que siempre seré un pecador, un hijo que mancillará al Padre constantemente; tal es mi pobreza, tal mi pequeñez, tal mi insignificancia. Ya no pretendo la perfección, aunque la ansío; ni pretendo la humildad, sino vivirla siempre que pueda. Solo pretendo seguir comprendiendo que no soy nada y, por tanto, a nada debo aspirar, ni a la santidad de la perfección, ni a la santidad de la humildad. Si no, tan solo, acaso, a la santidad del abandono total en Dios.

Dios me creó hombre y, por tanto, imperfecto. Intentar ser perfecto sería decirle a Dios que su creación no fue buena, que yo la tengo que remediar. Sería como decirle que es un Dios chapucero, que no es perfecto… Intentar ser perfecto es blasfemar de Dios.

Dios me creó caduco e histórico y, por tanto, llamado a desaparecer un día. Intentar hacerme desaparecer en mi abajamiento sería tanto como decirle a Dios que desprecio la vida que me da; que yo me organizo al margen de Él, que, por tanto, Dios no es Señor de todas las cosas… Intentar el abajamiento radical también es blasfemar de Dios. En ambos casos sería decir a Dios que no sabe hacer las cosas y que, por tanto, puedo mejorar la creación de Dios; que soy mejor que Dios… Sería el mayor pecado que puedo cometer. Sería el pecado contra el Espíritu Santo, pues dejaría de reconocer la divinidad suprema de Dios.

Ahora, simplemente, camino. Intento hacerlo con humildad y en servicio a Dios, llevado por su amor. Ahora ya no pretendo correr hacia Dios, sino abrirle mi ser para que penetre y permanezca en mí, cuanto más mejor. Mi oración ya no es pedirle fuerzas para alcanzar lo inalcanzable, sino sabiduría para no hacer mal a nadie, ni a mí mismo. Ya no le pido que me ilumine para que siga el camino correcto, sino que alumbre mis manos y mis pies para que pueda llevar algo de su luz a los demás. Ya no le pido que “no permita que me aparte de Él”, pues sé que eso, por su amor, es imposible, sino que ponga en mí la inteligencia y la misericordia necesaria para que otros se acerquen a Él y comprendan.

Ahora le expongo mi ser y me quedo aguardando. Mientras vivo como si ya me hubiera concedido lo que ni siquiera me atrevo a pedir: «Te traigo todos mis fracasos, todo lo que me causa alegría. Tómame en tus manos y transfórmame. Quiero ser luz y conducir a mis compañeros hacia ti. El grano de semilla debe morir en la tierra; el cirio debe arder y consumirse para que dé luz. Acéptame totalmente. Acepta mi lucha y mis anhelos por las cosas grandes; acepta mis desvelos por tu causa; acepta mi amor por ti.» como Enrique Schaeffer escribía, a lo que añado: pon en mí tu esperanza y dame fuerzas para llevarla a cabo. Porque, allí donde me entrego, allí está mi vida, mi corazón y mi ser; porque allí es donde soy amado por ti. Porque somos «desde quien nos ama ―como decía Olegario González de Cardedal― porque solo hay vida donde hay amor. Donde cesa toda forma de amor, cesa toda forma de vida».

Dios nos ha creado imperfectos, nos busquemos la perfección; nos ha creado capaces, no busquemos la inacción; nos ha creado dignos, no busquemos la indignidad; nos ha creado sabios e inteligentes, hagamos honor de todo ello en servicio de amor. Dios nos ha creado hijos, confiemos en el Padre, y nos ama como Padre, dejémonos amar como hijos. Y estemos siempre abiertos a los consejos del Padre, a las mociones del Espíritu Santo y aceptemos el amor y la misericordia de Cristo; único hombre completo en la perfección, en la humildad y en el abandono total al Padre.

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Perpetuamos el misterio sin comprender

Desde hace unos días merodea por mi espíritu un detalle, un concepto, que me está haciendo pensar mucho. Que, en este tiempo de Cuaresma, me lleva a postrarme ante Dios con todo mi ser, aunque mis manos y mis pies estén ocupados en mil cosas diversas de este mundo. Pero que, a la menor pausa que hago, vuelve a aflorar en mí, llenándome de esperanza y pequeñez.

Sucedió un día, cuando, después de comulgar, estaban retirando la reserva al Sagrario. Aquella persona, laico como yo, ministro extraordinario de la Comunión como yo, llevaba a Dios en sus manos, hasta depositarlo en su lugar para la adoración de todos.

Quienes comulgan, quienes ayudan al sacerdote presidente a repartir el cuerpo de Cristo entre los hermanos, llevan a Dios, real y presente, en sus manos. Dios se deja acariciar por nuestras manos pecadoras. Por esto, por nuestros pecados, somos, en muchas ocasiones, inconscientes del hecho de tener a Dios tan cerca: en nuestras manos, en nuestro interior. Este Dios inmanente, tan próximo, me desconcierta.

Me desconcierta su bondad, su misericordia y su amor. Hasta tal punto que se parte y reparte hasta ser uno en cada uno de nosotros. ¡Qué pocas veces nos damos cuenta conscientemente de que Cristo, todo Dios, se hace visible, para el espíritu del creyente, en la forma consagrada; en esa Hostia que el sacerdote presidente eleva y nos muestra antes de recibir el sacramento de la comunión!

Las ocasiones en las que, después de comulgar, siento que un escalofrío transe mi carne, doy gracias a Dios; porque aún son capaz de estremecerme ante el contacto con Dios, con ese Cristo al que amo, pero que no comprendo, que continúa siendo un Misterio para mí.

Conmoción que, con frecuencia, gracias a Dios, me agita cuando, el sacerdote presidente, él físicamente, y yo, desde mi alma, pronunciamos la fórmula de la consagración, de la transustanciación de esas ofrendas humanas, en el ser divino de Cristo. El Misterio me subyuga y traspasa mi entendimiento, llevándome a una postración adorante y absoluta ante la presencia de Dios. Lo realizo y lo celebro, pero no consigo comprender; y, por esta incomprensión humana, lo adoro. No puedo sino adorar a ese Misterio que elevo, por las manos del sacerdote presidente, al cielo, para que el Cielo sea realidad en la Tierra, en el altar; entre nosotros.

Un rito, una liturgia que, adaptándose a los tiempos terrenos, perpetuamos los cristianos desde aquel momento en que Jesús, humano como nosotros, bendijo el pan y el vino junto sus amigos. Aquellos locos que le seguían sin saber por qué le seguían y sin entender, pero que, a pesar de sus abandonos y pecados, le siguieron perpetuamente para llevarlo por todo el mundo hasta que otros, como ellos, pero que no aceptaron el Misterio, quisieron acabar con Dios, y los mataron.

Una liturgia, una celebración, que hoy es tan cotidiana y rutinaria que corre el grave riesgo de que pierda su esencia, que es la presencia real de Dios en la consagración y en las hostias que comulgamos. Una celebración y un sacrificio que es culmen y fuente de nuestro creer cristiano. Sin la perpetuación de la celebración, por la presencia real y auténtica de Cristo en la Misa, el cristianismo sería poco más que cualquier otra religión humana. Es la presencia tan inmanente de Cristo lo diviniza la religión cristiana, lo que la hace radicalmente diferente a todas las demás.

La presencia de Cristo lo cambia todo. Su presencia hace que el rito de la Misa pase de ser algo humano a ser algo divino. Su presencia lo cambia todo. Su Misterio envuelve a toda la asamblea presente elevándola y divinizándola. ¡Qué difícil es sentirlo! Más difícil es aún vivirlo.

Yo siento el estremecimiento de mi ser ante la presencia del ser divino de Cristo, pero ¿lo vivo? Tengo mis dudas. Porque, si viviera la presencia divina e inabarcable de Cristo en mí, no haría lo que hago, no pensaría como pienso, ni dedicaría mi tiempo y mis esfuerzos a lo que los dedico… a veces a cosas tan apartadas de Dios que me dan miedo. Mas, mi pobreza y mi pequeñez son tales que no puedo sino aceptar la miseria que soy, ante tan gran misterio que es Cristo.

Este es mi sufrimiento. Los sufrimientos del cuerpo, los que proceden de la edad, los que vienen del trabajo, los que los demás siembran en mí, son soportables. Pero mi sufrimiento ante Dios es insoportable. Celebrar la Misa sin estar en estado de adoración me es insoportable, pero mi mente calenturienta y ágil me lleva a mil pensamientos que no siempre consigo dominar; lo que me hace sufrir. La quietud de la celebración me lleva hacia el recogimiento, pero mi cuerpo de rebela ante lo que considera un descanso y los bostezos y el lagrimeo me perturban. Tanto que esto, junto con mis despistes mentales, hace que me pierda muchas veces gran parte de la celebración. Solo consigo, a duras penas, despertar de mi letargo en la consagración y en la comunión, para tropezarme de bruces con un Misterio que no consigo, que nunca conseguiré, que se abra, aunque sea mínimamente, a mi razón humana.

Ese Misterio que tan bien conozco, hasta donde me es dado conocer, ante el que mi ser se agita de mil maneras diferentes, desde la adoración a la huida, me conquistó hace ya años. Mas, misterio al que tantas veces he fallado y ultrajado y que siempre me ha vuelto a conquistar para que crea en Él.

Un Misterio, Dios amor y perdón que siempre nos convoca para hacernos vivir. Para que nuestra vida se asemeje, aunque sea pálidamente, a la imagen suya que somos: un Dios todo misericordia, todo perdón.

Un Dios que es, por encima de cualquier otra característica que queramos darle, presencia amorosa en nuestras vidas. Un Dios que se entrega perpetuamente para que el hombre, inconsciente en su humanidad, comprenda su inabarcabilidad y su inabordabilidad. Para que comprenda que el Misterio estará presente siempre que el hombre piense en Dios.

Un Misterio al que los hombres, consagrados o no, se enfrentarán cada vez que, elevando las ofrendas al cielo, lo perpetúen. Misterio que, siempre presente y siempre actuante, se celebra en el altar. Misterio que es total inmanencia hasta consumirlo en la Comunión. ¡Ay del hombre que no se conmueva ante su presencia, que no se estremezca por el Misterio que acoge en sus manos y consume! Quizás debiera preguntarse, ¿qué es lo que celebro, qué es lo que quiero celebrar, para qué he venido a Misa? Yo, mientras, seguiré dando gracias a Dios cada vez que un estremecimiento agite mi ser por sentirme en su presencia y saberme amado y perdonado, cada vez que, tras la epíclesis, lo alce espiritualmente en el altar.

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Dídomi

El Evangelio según san Mateo, en su capítulo 22, relata una confrontación de Jesús con los fariseos, conocida por todos. Es aquella en la que los fariseos se acercan a Jesús para ponerle en un aprieto, tendiéndole una trampa: «Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios con franqueza…, qué te parece: ¿es lícito pagar el tributo al César o no?» (Mt 22,16-17).

Las primeras palabras de elogio a Jesús son aduladoras, pero no se deja engañar, no cae en la trampa que contiene la pregunta. Si Jesús responde que no es lícito pagar al César se enfrenta al poder político; si contesta que sí es lícito pagar queda desacreditado ante el pueblo. El pasaje es tan conocido que bien sabemos la respuesta sorprendente de Jesús: pide que le muestren la moneda del impuesto y añade: «¿De quién son esta cara y esta inscripción?» Cuando le responden: «Del César», Jesús les replica: «Pues, dadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.» (Mt 22,19-22). Y todos entendemos que lo que Jesús quiso decir que hay que cumplir con lo humano, pero que no nos podemos olvidar de Dios; porque Dios está por encima de todas las cosas creadas… Pero esta interpretación, tan generalizada, no es del todo completa. En la respuesta de Jesús hay más contenido, mucho más.

Jesús, al decir: «Dadle al César» utilizó el verbo griego δίδωμι (dídomi) que habría que traducirlo, no como “dar”, sino como “devolver”. Un “devolver” que es aplicable tanto a las cosas “del Cesar” como a las “de Dios”. Al utilizar este verbo Jesús se muestra como un revolucionario. Impulsa a los que le escuchan, les está pidiendo, que renuncien a sus privilegios de colaborar con el imperio romano y a la explotación del pueblo. Jesús está diciendo: “Romped con el sistema opresor romano del todo; rechazad su dominio sobre vosotros. No dejéis que vuestra ambición de poder anule los deseos de ser libres de verdad.” Un “devolver” que implica alejarse de la opresión romana y de los vicios de poder en que tantos estaban cayendo; hasta los fariseos, si no, ¿por qué tenían un denario en la bolsa?

Este “devolver” utilizado por Jesús tiene otra dimensión, pues también dice “devolver a Dios lo que es de Dios.” ¿Qué significado podemos dar a este “devolver a Dios lo que es de Dios”? Intentaré explicarlo.

Si creemos, de verdad, de corazón, con todo nuestro ser, que Dios es Dios, único Dios creador y único Dios verdadero, entonces creemos que toda la creación proviene de Él. Es la creatio exnihilo, la certeza absoluta de que no hay nada de lo creado que no provenga de Dios; o, dicho de otro modo, que todo lo que es, todo lo creado, proviene de Dios. Dios se hace hombre en Jesús, para que creamos y nos salvemos, para que todo lo creado vuelva a Dios. “Devolver a Dios lo que es de Dios” implica necesariamente creer en Dios. Jesús, con la respuesta a los fariseos, está invitando, nos está impulsando, nos está ordenando, al utilizar el verbo en imperativo, que creamos en Dios.

Creer en Dios, devolver a Dios, supone romper con toda ambición de poder humano que pueda anidar en nuestro corazón. Supone romper y desvincularnos del reconocimiento por los demás; actitud que nos hace esclavos del “qué dirán” y que nos aliena de mil formas. Jesús nos está pidiendo que tratemos de ser libres de verdad, que no actuemos condicionados por el entorno ni por la cultura dominante. Que no nos dejemos manipular con las mil y una formas que tiene el mundo de sojuzgar nuestra conciencia, para que cooperemos en esta sociedad superficial y “liquida”. Que no nos dejemos manipular al servicio de intereses particulares, que pueden ser adversos a Dios.

Jesús nos está impulsando a que no perdamos nuestra propia libertad interior, que no actuemos por miedo y que no nos ajustemos a hacer lo que esperan de nosotros, guardando las apariencias y pagando, a escondidas, el tributo de la libertad. Jesús nos está pidiendo que no nos dejemos arrebatar nuestra libertad de hijos de Dios. Que no nos dejemos arrebatar vuestra libertad interior de ser cristianos.

Un “ser cristiano” que no consiste en cumplir meramente unos “deberes religiosos», sino en devolver a Dios el Señorío que se le ha robado, que la sociedad le ha robado. Es devolver a Dios la centralidad que debemos darle en nosotros, que ningún César, ídolo o diosecillo, puede arrebatarle. El ser humano debe someterse sólo y únicamente a Dios, Señor absoluto de nuestra vida. A Dios debemos devolverle lo que es suyo: nuestro corazón, nuestros pensamientos, nuestro ser, nuestro amor.

Devolver a Dios lo que es de Dios supone también reconocer que sólo él es el Señor de nuestra vida: Supone devolverle nuestro mundo y su designio de amor, justicia y fraternidad. Si el ser humano es la imagen de Dios, es porque somos propiedad de Dios. La moneda imperial llevaba la imagen del César, pero el ser humano lleva grabada en su corazón la imagen de Dios y su dignidad de hijos, que no debe quedar sometida a ningún César. Nuestra vida pertenece sólo a Dios.

Este pasaje del Evangelio nos recuerda que necesitamos escuchar y que debemos servir a Dios por encima de cualquier otro interés. Sería bueno que nos preguntásemos: ¿a qué o a quién estamos pagando nuestros tributos? Que nos hagamos esta pregunta cada vez que estemos en una encrucijada, ¿a quién o a qué pretendo servir con mi decisión?

Jesús nos invita a que vivamos libres, con una gran libertad interior, a liberarnos de toda alineación de ambición o poder, a liberarnos de pretensiones exageradas en este mundo. Jesús nos invita, imperativamente, a que nos olvidemos de dioses, diosecillos, presidentes y de todo principado humano.  Nos invita a que vivamos con Cristo, en Cristo y para Cristo… y para sus hijos, nuestros hermanos.

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