¡Salvados!

Sí, salvados. Ya estamos salvados, ¡Hallelujah! Porque el Padre, al resucitar a Cristo, ha abierto las puertas del Paraíso para que entremos todos. ¡Todos, sin excepción de nadie, por muy malvados, violentos, defraudadores o miserables que sean, a todos! Quedarían fuera, tan solo, aquellos que no quieran ser salvados.

Salvados porque Dios no va a despreciar a nadie que le reconozca como Dios verdadero, por muchas maldades que haya cometido, por muchos errores en los que haya vivido, ¡a nadie! Quien condena, quien se condena, es siempre el hombre, nunca Dios.

Esta tautología, tantas veces repetida, no termina hacerse luz y certeza en nuestros corazones. Todavía pretendemos salvarnos haciendo obras buenas, esforzándonos por hacer el bien, por aparentar (solo aparentar) ser justos ante Dios, aunque seamos pecadores. Para salvarse es suficiente con no hacer el mal, por no pensar desde el mal, por no vivir en el mal; es suficiente con no negar a Cristo. No nos salvamos por nuestras buenas obras, ni nos condenamos por las malas. Nos salvamos por su gracia, la de Dios, cuando lo reconocemos como Dios verdadero y que, por ello, lo adoramos. Nos condenamos cuando rechazamos esta verdad apodíctica. Solo salva el amor, en especial el amor del Padre por sus hijos, por nosotros.

He escrito Hallelujah y no Aleluya por un motivo, para daros a comprender el significado que tiene tal expresión, que no es solo un grito de júbilo y alegría, como tantas veces, de forma simplista se interpreta. Aleluya o Hallelujah (siempre escrito con mayúscula) es mucho más, mucho más que un grito de alegría y felicidad dirigido a Dios.

Hallelujah es la transcripción escrita latinizada del hebreo הַלְּלוּיָהּ, que es, a su vez la contracción de dos palabras (las pongo en latino para que se comprendan mejor): de la palabra hallĕlū, que significa alabanza excelsa, suprema, alabanza total, y la palabra Yăh o Jah, apócope de la palabra Yahvé, Yahveh o Jehová, en español, Dios o Señor. Hallelujah o Aleluya expresa, por tanto, dos cosas, que se unen en una sola acción: expresa alegría total y expresa reconocimiento de Dios como Dios verdadero. Expresa, por tanto, la gran, la enorme alegría de estar salvados en Dios. Hallelujah o Aleluya es, por tanto, expresión de reconocimiento y de agradecimiento de la salvación ofrecida por el Padre a toda la humanidad. Es expresión de la alegría que tenemos, por la aceptación que hacemos de reconocer la potestad indubitable de estar salvados por el don gratuito de Dios. De este reconocimiento, de este hecho surge, como un torrente incontenible, la alegría pascual, que, durante cincuenta días, nos va a fortalecer en el Padre, por seguimiento del Hijo, con la ayuda del Espíritu Santo.

Por esta actitud de adoración, ahora, en tiempo de Pascua, los cristianos comenzamos y terminamos nuestras oraciones exclamando: ¡Aleluya!, ¡Hallelujah!, ¡Halleluia! (latín), ¡ἀλληλούϊα! (griego), ¡הַלְּלוּיָהּ¡ (hebreo) o cualquier otra forma en la que lo escribamos o expresemos, pues todas se utilizan y todas son válidas. Puesto que ante el Señor lo que importa es el corazón y el espíritu de la persona, no lo que escriba, diga o haga. Dios evalúa a la persona por lo que es en ella misma, no por sus pensamientos ni actos.

Hoy, desde la pasada noche, con el reconocimiento que nos da el expresar nuestra Aleluya, hemos comenzado un nuevo eón, un nuevo tiempo: el tiempo final de la salvación. Hoy, con la muerte oblativa y con la resurrección de Cristo, el Señor a inaugurado la Alianza final de la salvación.

Somos pecadores, como antes. No menos pecadores, porque digamos que creemos en la salvación, no; seguimos siendo contumaces pecadores, tal es nuestra condición humana. Y aún así, Dios Padre, a través de la acción salvadora que realizó con su Hijo Jesucristo, nos abre, nos ha abierto, las puertas del Paraíso, del Cielo, para acogernos en su Gloria. ¿Alguien podría rechazar tal oferta?

Sí, hay personas que la rechazan. Hay personas que voluntaria y conscientemente rechazan la oferta de salvación. Su pecado contra el Espíritu Santo les impide que puedan ser salvados; se condenan ellos mismos.

Hay una frase en los Evangelios, puesta en boca del ángel que custodiaba el sepulcro vacío, que muestra la realidad cierta de la salvación: «Id enseguida a decir a los discípulos: “Ha resucitado e irá delante de vosotros a Galilea; allí lo veréis.”» (Mt 28,7). Expliquemos su contenido.

«Id», acción imperativa, obligatoria, que conforma la vida de todo creyente: vivir actuando. El cristiano no puede ser un sujeto pasivo, estático; debe estar en movimiento. Más aún, debe actuar yendo hacia lo incierto, hacia su interior humano, donde radica la verdad en que se vive o su falsedad, e ir hacia los demás, hacia los que tienen una fe menos fuerte, hacia los que renegaron de la fe, hacia los que desconocen nuestra fe. «Id» expresa la esencia fundamental del cristiano: su vocación misionera ad intro y ad extra, hacia el interior de uno mismo y de la Iglesia y hacia los que nos son aún Pueblo de Dios.

«Discípulos», en principio se refiere a los seguidores de Jesús, el Cristo, a nosotros, los bautizados. Por extensión, se refiere a todos los seres humanos, pues, desde el ancestro de los tiempos, anida en el interior de todo ser humano, un concepto no humano, un concepto religioso, de un ser creador y superior a los humanos. Desde siempre y por siempre, en el ser humano habita el concepto “dios” como compendio de todo lo que al ser humano le sobrecoge, le supera o le es incomprensible, ya sea el fuego, el agua, la tierra, la maternidad, la justicia no humana o el Dios de Jesucristo. El concepto “dios” es una característica antropológica indiscutible del ser humano. «Id» unido a «Discípulos» es la demanda imperativa obligatoria que “dios” nos hace de que busquemos a “Dios”, al Dios verdadero de Jesucristo.

«Ha resucitado», constatación apodíctica de un hecho histórico incuestionable… por mucho que se escriba o se diga en contra. Es un hecho histórico según los conceptos de la época, no los de este siglo XXI, donde solo lo pragmático es real. Un hecho real es un hecho y es real, aunque no se pueda contrastar pragmáticamente, ni ver a través del microscopio de la ciencia. Cristo ha resucitado, hecho real, histórico y auténtico, que hasta a los agnósticos y ateos altera el espíritu, discurriendo cómo negarlo.

Y lo importante, «Irá delante de vosotros». Dios siempre se adelanta al hombre, siempre le antecede: «Aún no llega la palabra a mi lengua, / y tú, Señor, la conoces por entero… / Si subo hasta el cielo, allí estás tú, / si me acuesto en el abismo, allí te encuentro. / Si me remonto con las alas de la aurora, /si me instalo en los confines del mar, / también allí tu mano me conduce, / también allí me alcanza tu diestra.» (Sal 138 4.8-10). ¡Qué más decir! Dios nos antecede en todo. ¿Por qué corremos a buscarlo? ¿No sería más lógico abrirle nuestro ser para que nos llene de su Espíritu Santo? Si corremos buscándole podemos tropezar y destrozarnos, o salirnos del camino, descarriarnos y caer en el abismo. Mejor es templar nuestros ímpetus humanos y, serenamente, con paciencia y esperanza, esperar que Dios se haga vida en nuestras vidas. Os digo, que pronto descubriremos, sorprendidos, que Dios ya estaba en nosotros, que ya era carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre. Pues para ser uno en nosotros Dios, en Jesús, se hizo hombre.

«Galilea», lugar de inicio de la vida pública de Jesús. Allí comenzó a mostrar al Padre. Allí comenzó todo. Allí Dios se hizo Emmanuel, Dios con nosotros. Allí, el Dios lejano se hizo Dios inmanente hasta ser de nosotros “más que nosotros mismos”, que dijo san Agustín. Galilea significa el retorno del “hijo pródigo”, del pecador a su padre; de nosotros, pecadores, a Dios, todo misericordia.

Por eso, termina el ángel diciendo, «allí lo veréis». Quien recorre este itinerario verá al Señor; los demás… «Quien quiera venir en pos de mí ―dice Jesús―, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame.» (Mt 16,24). No hay otra forma de ser cristiano; ninguna otra que conozca el ser humano, aunque nunca hemos de poner límites al hacer misericordioso de Dios.

Digamos ¡Aleluya!, ¡Hallelujah!, ¡Halleluia!, ¡ἀλληλούϊα! o ¡הַלְּלוּיָהּ¡, vivamos este tiempo de Pascua dando gracias a Dios por llamarnos a su Reino. Y, cuando acabe este tiempo de júbilo, volvamos a Galilea; volvamos a exclamar de corazón : ¡Aleluya!, ¡Hallelujah!, ¡Halleluia!, ¡ἀλληλούϊα! o ¡הַלְּלוּיָהּ¡

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