La inmanencia de Dios

K253. Oracion de Jesus

  1. Lectio

El pasado jueves, festividad de san Andrés, Apóstol, leíamos el siguiente fragmento en la primera lectura: «¿Cómo van a invocar a aquel en quien no han creído? ¿Cómo creerán en aquel de quien no han oído hablar? ¿Cómo van a oír sin que nadie les predique? ¿Cómo van a predicar si no son enviados? ¡Qué hermosos son los pies de los que anuncian el bien!» (Rm 10, 14-15)

Hermosos pies. No hay pies más hermosos que los de Cristo, en su figura de Jesús, todo hombre y todo Dios; pies que anuncian el bien. Los demás somos pobres hombres, imagen desdibujada del Hijo.

Invocar. Para esto vino Dios al mundo, para que le invoquemos. Pero no podremos invocarlo si no creemos en Él. Mas no podemos creer si no oímos hablar de Él, si nadie nos predica el bien que Él es.

Cristo vino para que le oigamos hablar, para que oyéndole creamos, para que creyendo lo invoquemos y, al invocarlo, le adoremos. Dios se hizo inminente para que le oigamos y veamos actuar. Para que viendo cómo actúa, para que escuchando lo que dice, creamos en Él. Dios se hizo inminente para que comprendamos y, viendo cómo actúa, sigamos su ejemplo.

  1. Meditatio

El Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob era un Dios próximo mas, sin embargo, lejano. Era un Dios distante del hombre. Era un Dios transcendente. Era un Dios ante el cual se cubre el rostro Elías en el Horeb cuando se presenta como brisa susurrante (1 R 19,12-13); el Dios ante el que se cubre el rostro Moisés para no verle, cuando se descalza al pisar tierra sagrada (Ex 3,5). Era un Dios de justicia, amante de su pueblo, pero castigador ante su incumplimiento (Jue 3,7-11). Era un Dios que, aunque guiaba con mano firme al pueblo por Él escogido, aunque amaba a dicho pueblo, se mantenía separado de él.

Esto es lo que rompe Jesús, el Cristo, el Mesías. La transcendencia del Dios revelado en el Antiguo Testamento salta hecha pedazos por la presencia, como hombre, de Dios en la creación, en la Tierra; por el nacimiento el Niño en Belén. La transcendencia, sin dejar de serlo, se completa con la inmanencia. Dios, en la persona del Padre, se mantiene en la transcendencia, pero el Hijo, segunda persona de la Trinidad, se hace inmanencia en nosotros, se hace hombre. Más tarde el Espíritu Santo, tercera persona de la Trinidad, permanecerá e inhabitará en nosotros por siempre.

Digamos -para expresarlo con palabras humanas- que Dios evoluciona hacia la proximidad del hombre; hasta hacerse uno entre ellos, entre nosotros. Dios, a partir del nacimiento de Jesús potencia su inmanencia, la proximidad con el ser humano. Dios se muestra tan inmanente del hombre que muere como todo ser humano. Y muere en una muerte de amor, en la cruz. El amor transcendente del Padre se hace, se completa, por el amor inmanente del Hijo que abraza al sufrimiento humano; que se hace uno en Él.

Y amará con un amor sufriente, como todos nosotros. Y se dolerá de hambre, de fatiga, de cansancio, de sed como uno de nosotros. Y sus heridas serán dolientes como son las nuestras. Dios se hace inmanencia en lo más humano que hay en los humanos: el dolor.

Se deja sufrir por amor. Hace que sus heridas sangren y supuren dolor por amor. Así lo descubrirá san Agustín: yo te buscaba fuera, pero Tú estabas dentro de mí, más que yo mismo (Confesiones).

La inmanencia de Dios en nosotros es tal que lleva a la inhabitación de su Ser divino en nuestro ser humano, hasta dejar de ser dos: hombre y Dios, para ser el hombre divinizado por su presencia en nuestra humanidad. Luego vendrán las dudas y el desamor, vendrán las flaquezas; pero Dios ya está en nosotros por siempre. Dios no nos abandonará nunca, aunque nosotros le abandonemos.

La presencia de Dios en nosotros es tan profunda, tan real, que nuestra vida –toda gratuidad– depende de Él. El Dios inmanente, en la persona del Espíritu Santo, es quien nos hace vivir. Vivir y crecer hacia Él.

Así como Dios -digamos con palabras humanas- ha evolucionado de la trascendencia a la inmanencia, nosotros, cada uno de nosotros, la humanidad entera, hemos de evolucionar de nuestra inmanencia a la trascendencia de Dios Padre; nos hemos de divinizar, a través de Cristo, hasta ser uno en la trascendencia del Padre.

Dios, en una acción descendente, se hizo hombre para que el hombre, respondiendo a la llamada de Dios ascienda hacia la trascendencia en la que reina Dios.

  1. Oratio

Dios se hizo hombre para que le comprendamos, para que nos demos cuenta cómo es y cómo hemos de vivir; para que sepamos cuál debe ser nuestro comportamiento, cuál es el gozne sobre el cual debe girar nuestra vida.

Dios se hizo hombre hasta ser uno entre nosotros para que despertáramos de nuestro letargo, para que nos despojáramos de la herrumbre que nos ata al mundo; para que, por la libertad que nos otorga, le amemos, le sirvamos y le adoremos.

Dios vino a ser uno como nosotros para que indubitablemente comprendamos que Él es, que existe y que es real. Para que comprendamos para siempre que está con nosotros, para que le reconozcamos como Dios verdadero, creador de todo y salvador de todo lo creado.

Dios, uno y trino, único y verdadero, habita en nosotros, en todos, por ser nuestro creador. Ya estaba en nosotros desde antes del mundo, desde antes del principio de la creación, desde antes del nacimiento de cada uno de nosotros. Ya estaba en nosotros.

La venida del Hijo, la humanización de Dios, concretó e hizo palpable esa presencia de Dios en nosotros. El Hijo nos mostró cómo es Dios por dentro –por describirlo con palabras humanas–, nos hizo comprender que Dios es amor. Y siendo amor, todo amor, solo amor, no puede dejar de amarnos.

Y así, amando de forma completa, verdadera y auténtica, con donación plena, no pudo sino hacerse uno en nosotros. La inmanencia de Dios, su inhabitación en nosotros, es muestra y testigo de su amor. Su amor es la manifestación cumbre, la fontanidad para nuestra vida.

  1. Contemplatio

La inmanencia de Dios en el ser humano no es un capricho de su naturaleza divina, sino la esencia de su ser, manifestación de su amor. Porque el hombre sin la presencia de Dios en él, moriría; no sería, no habría llegado a nacer; no habría habido creación.

La creación de Dios tiene como objetivo supremo la inhabitación en el hombre y, por lo tanto, Dios ha de mostrarse necesariamente inmanente. Si no es así ese dios no sería el Dios verdadero; sería un fetiche en el que el hombre deposita desesperadamente su angustia y del que no recibe nada a cambio.

La sostenibilidad que Dios da a nuestra vida, dentro de los límites naturales del hombre como criatura de Dios, es la garantía de que Él está en nosotros; de que es uno en nosotros. Por eso Pablo afirmó: yo ya no vivo, es Cristo quien vive en mí (Gal 2,20). Dios inmanente, en la persona del Espíritu Santo, es quien, desde la resurrección de Cristo inhabita en nosotros, quien nos da y conserva la vida.

Jesús, con su vida, sus hechos, sus palabras y su muerte, es la prueba de cómo ha de ser nuestra vida. Porque toda vida que se viva sin Dios no es vida, es muerte; porque aunque persista la vida biológica la persona está muerta a Dios, ya no vive, ya no es.

Dios persiste en él, pero él ha dado la espalda a Dios. Es como si llegados a la mesa a la que hemos sido invitados, despreciemos la comida que nos ofrece el anfitrión; sería una acción descabellada para quien nos ha llamado, nos ofrece su casa y su comida, para quien desea servirnos.

La inmanencia de Dios en nosotros es la garantía de que las puertas de la casa del banquete permanecen abiertas para nosotros. Es más, nunca las cerrará Dios, si acaso se cierran, será porque nosotros las empujemos a ello. Mas, mientras no queramos cerrarlas, viviremos santificados por la presencia de Dios en nosotros.

  1. Actio

Comienza el Adviento. Comencemos a vivir la presencia de Dios en nosotros. Rememoremos la llegada del Niño a Belén, rememoremos algo que sucedió y que nunca más volverá a suceder. Porque, desde antiguo, desde antes de los patriarcas hebreos, Dios inhabita en el hombre. Mas, para que esa inhabitación inmanente de Dios fructifique en nosotros, hemos de aceptarla; tan solo eso. Y consecuentemente, vivir y actuar en su presencia por siempre.

Mostremos a los demás, por nuestro sacerdocio profético adquirido por el Bautismo, la presencia de Dios entre nosotros. De forma pasiva con nuestro testimonio de vida y de forma activa, con nuestras acciones misioneras; porque la acción es lo que muestra verdaderamente nuestro vivir. Si nuestra vida busca el ascenso hacia la trascendencia de Dios, por su inmanencia en nosotros, nuestra vida mostrará al Dios de Jesucristo a los demás. Y haremos que, junto con los demás, vivamos en Dios y podamos decirles: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa» (Lc 19,9)

(Agustín Bulet, Interioridades)

 

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