Tres Padrenuestros

¿Qué es orar?, ¿cómo podemos orar?, ¿cuáles son los contenidos básicos que debe tener toda oración? Son preguntas que sobrevuelan todo pensamiento cristiano, que nos hacemos muchas veces. Las causas por las que nos hacemos estas preguntas pueden ser muy variadas, pero hay dos motivos fundamentales: o porque sabemos que nuestras oraciones no las hacemos bien, sean cuales sean las causas de ello, o porque queremos hacerlas mejor, entendiendo que se desea entrar en mejor y mayor contacto con Dios.

Empezaré diciendo que no soy experto en mística. Tan soy un cristiano más, como tantos otros, con una formación teológica superficial, pero con una experiencia vivencial importante, surgida tanto por las épocas de mi cercanía a Dios, como por esas otras épocas en que vivía un tanto alejado de Dios. Recoger lo que os cuento con la cautela con la que se debe recibir toda información sobre nuestra relación con Dios; y dejar que las mociones de su Espíritu fluyan en vosotros.

Conformamos nuestras oraciones según vemos a Dios. Si lo vemos como un dueño exigente y justiciero, quizás surjan oraciones desde el miedo a la condenación, pidiéndole que no aplique en nosotros su justicia condenatoria. Si lo vemos como un ser lejano a nosotros, como indiferente del mundo, nuestra oración será posiblemente fría y nemotécnica, llena de frases preconcebidas e impersonales. Si, en su lejanía, lo contemplamos como un ser justo, pero misericordioso, nuestras oraciones serán posiblemente suplicando clemencia y perdón. Si, por el contrario, vemos a Dios como un ser próximo interesado por nosotros, nuestras oraciones serán más suaves, más interpelativas, más dialogantes. En todos estos tipos de oración, y en otros muchos que se podrían mencionar, lo que nos mueve a orar es la justicia, el temor de que Dios aplique sobre nosotros su justicia divina. Creemos en Dios, pero tememos su hacer; su condena. Por esto, estas formas de oración son imperfectas; no malas, pero sí imperfectas, por cuanto que surgen de una relación hombre-Dios basada en la justicia tal y como la entendemos los seres humanos; porque concebimos un Dios antropomórfico, como un humano más, este es el error…

Porque Dios no es humano, no es como nosotros. Dios es Dios, y actúa como Dios. Y aquí nos vemos provocados a enfrentarnos con el gran misterio que es Dios. Mas, si no conocemos a Dios, al Dios verdadero de Jesucristo, ¿cómo orar, qué decir, qué hacer, si no sabemos cómo es? Cierto que no conocemos a Dios, que nunca sabremos cómo es, que nadie sabrá cómo es hasta que no lleguemos a su presencia. Pero esto no significa que no sepamos lo que piensa, lo que cree, lo que nos pide; en resumen, lo que desea de nosotros. Y, por supuesto, la respuesta que espera de nosotros. ¡Bien claro está en los Evangelios! En el sermón de la montaña de san Mateo, por ejemplo. Ahí está como tenemos que orar y cómo entender a ese ser, al que llamamos Dios, y con quien pretendemos establecer una relación salvadora.

Aquí, en esta palabra, salvación, se fundamenta unos de los ejes vertebrales que debe contener toda oración: la esperanza de salvación; nunca el temor de la condenación. «No he venido a juzgar al mundo, sino a salvar al mundo.» (Jn 12,47; cf. Jn 3,17), está escrito.

Existe otra forma de oración que no he mencionado, la de contemplar a Dios como Padre, como un Dios inmanente, por su Espíritu en nosotros, a través de su Hijo, Jesucristo. Orar aproximándonos para ver a Dios como Padre, precisa de otro apoyo fundamental: el amor. Se precisa tanto la percepción del amor recibido del Padre, como nuestro deseo de devolverle a Dios, a través de nuestra vida, el amor que hemos recibido de Él.

Cuando nos planteamos hacer oración desde la presencia amorosa y misericordiosa del Padre, todo perdón, y nuestro ser se pone a su servicio, no importa lo que se diga, ni como se diga, ni tan siquiera si se dice o no palabra alguna, porque estaremos en comunión con Él, con Dios. Estaremos en una relación paternofilial donde Dios es Dios y nosotros nos sabemos creaturas suyas, históricas y perecederas y, por ello, nos sabemos pecado. A Dios no le importa que seamos pecado, así nos creó. Le importa que transformemos el amor divino que nos entrega, en amor humano que entregamos a los demás. Quien así actúa, quien así ve a Dios, no debe temer, ya está salvado, porque hace la voluntad del Padre y le adora, con su vida, como Dios creador y salvador.

Mas, esta intimidad con Dios, no es fácil ni frecuente alcanzarla. Nuestra humana pobreza, las tensiones del mundo, la necesidad de cubrir nuestra desnudez inmediata, hace que nos acerquemos a orar con la mochila cargada de problemas, prejuicios y perjuicios que dobla nuestra nobleza espiritual haciendo surgir una exclamación anhelante suplicando ayuda. Vemos nuestros problemas como cargas pesadas y destructivas cuando, quizás, debiéramos verlas y acogerlas como dificultades que nos permitan construirnos como personas mejores, llevados de la mano del Señor.

La oración, la mejor oración, es aquella que se aborda como creatura que se acoge al Creador, su Padre, y habla con Él en confiado abandono. Entonces se asumirá lo que se es y no se pedirá nada para uno mismo, pues se sabe amado y protegido del Padre; y confiado en su hacer, aunque no lo comprenda aún.

Estas oraciones raramente duran muchos minutos, ¡afortunado quien lo consiga! A veces duran tan solo unos minutos o, acaso, unos pocos segundos, los justos para musitar un Padrenuestro concentrados en lo que decimos. Con eso basta, con Dios no hay que hablar mucho, pero hay que hablar bien. A veces basta con musitar un: «Señor mío, y Dios mío.» como santo Tomás, al ver las llagas de Cristo resucitado, para entrar en comunión con Dios.

El Padrenuestro, compendio y síntesis de nuestra relación con Dios, conviene que esté presente en nuestras oraciones. Pues, a través de las siete peticiones que contiene, le reconocemos como Dios y como Padre celestial, le ofrecemos nuestra adoración, nos sometemos a su voluntad, le pedimos ayuda y protección para vivir con Él y para no sucumbir ante propuestas inaceptables.

En el día cristiano hay tres momentos cumbre en los que musitamos el Padrenuestro. La primera vez es en el rezo de Laudes, cuando, renacidos en Cristo, ofrecemos nuestra vida y nuestro hacer del día al Señor. La segunda en la Misa, cuando, reconocida su presencia real en el altar, estamos dispuestos a asumir su divina unicidad creadora. La tercera es en el rezo de Vísperas, cuando, casi vencido el día, ponemos a los pies del Señor nuestras fatigas y nuestro trabajo realizado, pidiéndole perdón por la pobreza de nuestro hacer que le presentamos, y solicitando su ayuda, para mejor y más hacer el día de mañana.

Son los tres momentos cumbre de la vida cristiana. Como patas de un taburete, al que nos queremos aupar para mejor alcanzar a Dios. Tres momentos en los que, si desgranamos el Padrenuestro concentrados, en silencio, despacio, sentiremos el milagro del hacer de Dios en nuestras vidas; y ya no podrá prevalecer el demonio contra nosotros, pues seremos de Dios, solo de Dios.

«Solo dios basta», dijo santa Teresa. «Solo Dios», escribió san Rafael Arnaiz… ¡Qué más puedo añadir yo…!

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