Camino de santidad

Z200. Santidad

Bajo la denominación de Camino de Santidad me voy a referir en el futuro a todas esas contemplaciones que pueden ser útiles a muchos para avanzar por el camino de su santidad. Las haré no porque me considere sabio, sino porque me considero obligado a ello por ser bautizado: «Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de vanagloria; se trata más bien de un deber que me incumbe. ¡Ay de mí si no predico el Evangelio!» (1 Cor 9,16). Por ello, desde mi pobreza, mostraré mi credo.

Santidad. No se habla de la santidad de las personas; no está de moda. Es más, parece que hay prepotencia en uno cuando habla de «ser santo», no es un concepto que la sociedad arrope y proteja sino que, mas bien, desprecia. Da la impresión que hablar de santidad es pura utopía; y las utopías, en este mundo tan tecnificado y materialista, huelgan, están de más.

Sin embargo, la santidad existe. Existe y es mucho más frecuente que lo que la gente estima. No en pocas ocasiones presiento que junto a mí hay personas santas, que oigo hablar de la santidad de algunas personas, sin que los interlocutores lleguen a percibir los conceptos que manejan. La santidad nos envuelve, es tan real como nosotros mismos. También sé, que no todo es santo y bueno, que la maldad también está presente… pero no tanto.

Ser santo no es utopía, como decía antes, sino posibilidad real. Tan real como la lluvia que cae del cielo, que sabemos que existe y que cae, aunque no siempre la veamos caer y que, en ocasiones, nos empapa a pesar de nosotros mismos. La lluvia es real y existe, aunque podamos pasar muchos meses sin sentirla. La santidad no es menos real que la lluvia: existe y nos envuelve, pero no siempre, ni todos perciben su presencia. Incluso quien es santo puede no llegar a sentir su presencia; su humildad hace inconcebible que Dios le conceda tal honor, que le considere hijo predilecto… Los buenos santos son así.

Porque, ¿qué es ser santo? Es, sencillamente, poner todo nuestro corazón, toda nuestra voluntad, todo nuestro ser, al servicio del Señor; solo eso, tan solo eso. Es, simplemente, tener el deseo verdadero, profundo y auténtico, de corazón, de cumplir sus mandatos y vivir como Cristo vivió, haciendo el bien y rechazando el mal.

Por ello, me atrevo a aventurar, muchos hemos sido santos alguna vez. Porque, ¿quién no ha pedido alguna vez de corazón, de verdad, mediante un acto de contrición profundo y verdadero, que Dios nos perdone las faltas cometidas? Quien así actúa es, en ese momento, santo.

Luego vendrán las debilidades y las tentaciones que no somos capaces de resistir, vendrá el descentramiento de Dios en nuestra vida y los aprietos y sinsabores del mundo; y nos alejaremos de Dios. Pero, hasta que eso se produzca, hemos sido santos.

Porque la santidad no es un logro, una meta a alcanzar; no. En esta vida no podemos alcanzar la santidad, podemos desearla, pero no alcanzarla de forma indeleble y permanente. Mientras vivamos aquí, en este mundo, nunca será algo definitivo en nosotros.

La santidad es un estado. Y, ¿qué es un estado? Se denomina estado al conjunto de circunstancias que se dan en un momento específico y concreto. Cuando esas circunstancias son positivas (entorno, voluntad, libertad, deseo, hechos, etc.) vivimos en Dios, con Cristo, por Cristo y para Cristo y, por ello, somos santificados por su gracia.

Pero si alguna de esas circunstancias deja de existir o se vuelve negativa, perdemos el estado de gracia, la santidad. Porque ya no somos completamente de Dios, hay una parte de nosotros en la que nos oponemos a que Dios reine. Tan solo cuando volvamos con todo el corazón, con todo nuestro espíritu, con todas nuestras fuerzas, con toda nuestra mente a servir a Dios (cf. Dt 6,5; Mt 22,27) recuperaremos el estado de santidad; y viviremos en el Reino de Dios.

En próximos artículos, a lo largo del año, iré mostrando aspectos concretos a cuidar para permanecer en ese estado de gracia que se llama santidad. Al que todos estamos llamados y por lo que Cristo murió en la cruz; para que seamos uno junto a Él.

(Agustín Bulet, Contemplaciones)

 

 

 

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