Sequía

K252. 2017_dia_iglesia_diocesana

Hoy he escuchado una tertulia radiofónica sobre la sequía que empieza a padecer España, sus causas, sus dificultades, sus posibles soluciones, el futuro del agua… Comentarios que, por un lado, identificaban y cuantificaban el problema y, por otro, hacían propuestas para dar solución al problema. La conclusión que he sacado es que el planteamiento del problema era correcto, pero que daba poca esperanza de solución para el futuro. Temo que nos esperan unos tiempos un tanto sedientos.

Hoy, en España, se celebra el Día de la Iglesia Diocesana, y, por inclusión, de la Parroquia. Donde también hay escasez de agua, de esa agua que haga florecer los corazones de los hombres; hay sequía espiritual. Afortunadamente la jerarquía de la Iglesia se ha empezado a dar cuenta que no es suficiente con motivar a los feligreses a que sean generosos donando unas monedas o unos billetes, sino que necesita de manos y, sobre todo, de corazones que llenen el mundo; que necesita a los laicos, a todos nosotros.

En el mundo ha de surgir, necesariamente, un reverdecimiento de la iglesia. Que no de sacerdotes y religiosos (que también es necesario), sino del Pueblo de Dios, de la inmensa mayoría de personas. La Iglesia, y por focalizar más, las Parroquias, o son reactivadas por los fieles o mueren, quedan vacías.

Un templo vacío está muerto. Si los fieles solo van a la Parroquia los domingos para “cumplir” el precepto dominical está muerta… Esa no es la Iglesia de Cristo; es una iglesia de cumplidores de mandatos. Que cumplen vacíos de contenido y de sentido. Van, están, se van y siguen viviendo sin apenas diferenciarse de los que no siguen a Cristo. Quien así cumple está seco al agua espiritual que procede de Dios.

España necesita agua, los embalses están muy vacíos y los campos secos. La Iglesia, que somos todos, también tiene vacíos sus embalses (léase seminarios, monasterios y conventos) y los campos del Señor (el Pueblo de Dios que somos todos) marchitan por falta de agua. De esa agua viva que hizo renacer de sus cenizas a la samaritana. De esa agua que empapó a los apóstoles en Pentecostés. De esa agua que hirvió oblativa en los mártires.

Sin agua las plantas mueren. Sin plantas se encarece la comida hasta poderse hacer prohibitiva o llegar a faltar. La falta de agua trae hambre, también suciedad y enfermedades. Así, similarmente, quien no recibe el agua viva de Dios queda hambriento de Verdad, de Justicia y de Paz; queda sin Esperanza y sin Amor. Vive muerto, él no habita en Dios; pero no lo sabe. De esta falta de amor en la que vive surge la enfermedad (el mal) y comienza a aflorar todo lo negativo que hay en la persona.

La falta de agua hace que el mundo sea como es, agresivo y violento, porque para vivir es necesaria el agua. Miremos, si no, a esa parte de África donde la hambruna se ensaña con los que también, aunque no sean cristianos la mayoría, son personas llamadas a ser Pueblo de Dios. Esa misma hambruna, pero espiritual, la sufren muchos de los que nos rodean; por eso existen agresiones y violencia en nuestro entorno (agresiones de todo tipo, económica y social, por falta de empleo, marginalidad, abusos, falta de apoyo social… Falta de integración en la sociedad)

Por esto la Iglesia ya no pide solo dinero (aunque sigue insistiendo demasiado en ello), sino participación de los laicos. Una participación que es más que dedicar unas horas a comprender y compartir los más necesitados. Que es, fundamentalmente, donarnos a nosotros mismos en quienes nos volcamos. Es salir de nosotros para ser sal y luz en sus vidas, para llevarles esa agua que descubrió la samaritana; para llevarles el agua viva que es Cristo.

El lema del Día de la Iglesia Diocesana de este año es: “Somos una gran familia contigo”. Pero no somos una gran familia todavía, faltas tú. Y tú, y él, y ellos… Sin todos no somos una gran familia. Nos faltan, para serlo, todos aquellos que pudiendo ser y pertenecer a ella, aún están fuera, no se sienten parte de esa familia. Una familia no es una gran familia si alguno de los hijos no se siente familia. Acercar a estos hijos que aún no pertenecen a nuestra familia eclesial es la labor de los laicos, de todos nosotros. Es una labor que no precisa tanto de dinero como de corazones dispuestos.

Por eso duele tanto que el arzobispo de Madrid, en su carta a la diócesis para este día, insista tanto (para mí en demasía) en la necesidad del dinero, en la «comunicación cristiana de bienes». Cierto que la comunión de bienes es necesaria, pero el dinero no debe ser nunca el centro de la preocupación diocesana ni parroquial. El dinero es necesario; pero solo es un medio, nunca un fin en sí mismo.

Lo que urge, en lo que debía haber insistido es en la «comunicación cristiana de corazones». Para que nos demos en servicio a los demás. Porque los importantes son los otros, no nosotros, no yo. Que hemos de devolver la dignidad que, por ser seres humanos, tienen hasta los más marginados o más criminales de la sociedad. Que o ayudo a los demás a que encuentren a Cristo o difícilmente alcanzaré la salvación; nadie se salva solo.

La sequía de agua que sufre y sufrirá España solo se soluciona con generosidad, con gentes con una mira alta en favor de los ciudadanos, no de la economía y no protegiendo las riquezas de parte de ellos. La sequía espiritual que padecemos solo se podrá solucionar con generosidad, no con dinero, con donación de nosotros mismos. La donación monetaria debe ser consecuencia de nuestra donación personal, nunca su causa; el dinero es consecuencia, nunca causa.

Por ello es tan importante insistir en que el problema no es el dinero, sino la voluntad de servir y ayudar a los demás; de transformar en actos concretos nuestros pensamientos altruistas.

Que es darnos con una voluntad que debe actuar desde la oración, desde la oblación humilde a Dios, Creador y Señor nuestro. Que lleve a actuar desde la contemplación que Dios es, donde está el depósito que llena los embalses espirituales. Que lleve a contemplar la acción como una continuidad del hacer de Dios en el mundo por nuestras manos. Unas acciones que cansarán al músculo, pero que esponjarán el corazón. Entonces, solo entonces seremos la gran familia que estamos llamados a ser.

(Agustín Bulet, Interioridades)

 

Esta entrada fue publicada en Espiritualidad. Guarda el enlace permanente.

Deja un comentario