El bien que existe

Z191. El bien

Hay mucha maldad en el mundo; mucha. Pero la santidad reina. Lo bueno es mucho más abundante de lo que podemos llegar a creer. Por ejemplo, ¿usted es malo? Cometerá errores y hará cosas malas que dañarán a los demás, pero usted no es malo; no vive pensando cómo hacer daño a los demás sino que, como ser humano, no es perfecto. Como usted es la inmensa mayoría de los seres humanos.

Sin embargo, posiblemente le recuerden a usted por los errores que cometió, por el daño que hizo y, para muchas personas, usted «no es un santo». Posiblemente le vean bajo filtro negativo del daño provocado; será difícil que le valoren por todo su comportamiento como ser humano, por el bien que hay en usted. Para esas personas que le ven como un ser dañino usted es malo y como le ven a usted verán a otras muchas personas, llegando a la conclusión de que lo malo abunda.

Esta es la percepción que tenemos cuando vemos o escuchamos noticias, que todo es negativo; pero nos olvidamos de la bondad humana. Si no, ¡dígame!, ¿por qué se esfuerzan y arriesgan sus vidas esas personas que voluntariamente acuden para ayudar quienes han sufrido un gran desastre? ¿Por qué sentimos el impulso de actuar cuando algo desastroso surge a nuestro alrededor? ¿Por qué nos sentimos mal si no podemos ayudar más?

Claro que el mal existe, que existirá todavía por mucho tiempo y que ese mal, buscado y provocado, genera grandes sufrimientos; claro que existe, y hay mucho. Pero no existe tanto como se piensa. El mal es más llamativo, más alborotador, por eso parece que solo hay mal. No es noticia que las personas y los coches pasen por los semáforos cuando están en verde, que se ayude a una persona minusválida, que se ayuden unos a otros. No, no lo es, solo hacen lo que deben hacer. Su comportamiento se considera correcto, adecuado. Todos consideramos que se debe actuar así; no cabe actuar de otra manera. Lo que hace que nos olvidamos de ver en esos comportamientos la bondad humana, el bien hacer.

Ser santos no es hacer milagros; es, sencillamente, hacer lo que se debe hacer. La santidad no se construye ni se sustenta con grandes obras, sino con los actos sencillos y cotidianos. Se construye con esa multiplicidad de actos pequeños, casi imperceptibles, que se nos presentan cada día: una sonrisa, una mano tendida, una palabra esperanzada, un pensamiento altruista… Es pensar desde el bien, reflexionar buscando el bien ajeno y actuar sabiendo que los otros son los verdaderamente importantes, y no nosotros.

Ser santo es vivir en comunidad, en unión con los que nos rodean, sembrando el bien y negándonos a hacer el mal. Ser santo es ser coherente, prudente, verdadero, sin doblez, esperanzado… y vivir amando a toda la creación, por el amor recibido de Dios. Ser santo es simplemente tener presente a ese Dios que está en nosotros; a vivir procurando no trasgredir la norma máxima del amor que nos dejó Cristo. Ser santo es vivir sin que el pábilo de la vela tiemble, sin que la caña se casque. Es vivir en el silencio de un hacer correcto y bueno… venciendo la concupiscencia que tira de nosotros hacia el mal.

Por eso pasan desapercibidos muchos santos que nos rodean; por eso la Fiesta de hoy. En los altares solo hay un puñado de personas que son oficialmente reconocidas por sus virtudes cristianas, pero faltan las miríadas de millones de esos otros santos anónimos que también son salvados por el Padre.

Porque, ¿puede vivir sin fin junto al Padre alguien que no haya purificado su vida terrena? Y, quién purifica su vida hasta que no exista nada de maldad en él, ¿no es santo? Todo ser humano que llegue al Padre es santo, nadie que no lo sea puede estar con Dios.

No es correcta la idea de que es santo quien no ha cometido pecado, esto solo es aplicable a la Virgen María; los demás, el resto de la humanidad, somos pecadores. Dios nos creó débiles e inconstantes, si nos hubiera exigido no pecar no habría hecho de otra forma; todos pecamos y, sin embargo, los santos existen.

¿Cuáles son, entonces, los requisitos para ser santo a pesar de nuestros pecados? Solo hay un requisito: arrepentirnos de nuestros pecados; solo esto, nada más. Mas ha de ser un arrepentimiento que nos mueva a restaurar la belleza que hemos roto, el bien que hemos corrompido… que nos lleve a devolver al otro y a la creación su dignidad de seres creados por Dios.

La santidad no se fundamenta en no pecar, aunque no pecar siempre es deseable y bueno; se fundamenta en volvernos hacia Dios buscando su perdón y teniendo auténtica voluntad de esforzarnos para no volver a caer en ese mismo pecado.

Aquí radica mi afirmación del principio: salvo esas personas que se regodean en el mal, ¿quién no busca el bien para sí mismo y lo desea para los demás? Por eso me atrevo a decir que el bien sobreabunda al mal. Que la belleza y el bien de las obras buenas superan por goleada a la falsedad y maldad de los actos egoístas e idolátricos. Lo bueno es mucho más abundante de lo que podemos llegar a creer, muchísimo más; aunque sea difícil verlo porque está oculto en los actos cotidianos.

Como corolario: hemos de vivir y ver el mundo con la belleza y bien que hay en él por haber sido creado por Dios, aunque existan pinceladas abundantes de maldad que nos hagan sufrir y nos inclinen hacia la desesperanza. Pero, después de haber sufrido el impacto del mal, recuperemos la esperanza del bien que nos rodea y procede de Dios, de nuestro Padre. Sigamos, pues, viviendo, por el amor y el bien que Él nos ofrece; viviendo en la verdad, la justicia y la misericordia que vienen del Señor… Y seamos santos como nuestro Padre celestial es Santo.

(Agustín Bulet, Interioridades)

Esta entrada fue publicada en Espiritualidad. Guarda el enlace permanente.

Deja un comentario